viernes, 15 de julio de 2011

LIOLA… A LAS PUERTAS DEL CIELO... PARTE 1 DE 2.



Este es un cuento del género literario erótico. Use su libre albedrío para leerla.
Iba a 80 KPH por la carretera Cabrillo Hwy, la que antes era la Pacific Coast Hwy, también conocida como la Carretera Panamericana, en mi Mustang convertible de color rojo, un Clásico del 69’, que llenaba la egolatría de mi orgullo juvenil que aun sobrevivía dentro de mí después de 50 cumpleaños. Mi última parada había sido hacía media hora en una estación de Servicio de Gas a la salida del pueblo de San Luís Obispo en California, y ahora me dirigía al siguiente pueblo, Carmél Del Mar, en donde pasaría la noche, al día siguiente partiría después del desayuno, al destino de mi viaje, San Francisco, dispuesto a no detenerme hasta llegar allí.
Por supuesto que ir en avión resultaba mas conveniente para el viaje de negocios que hacía. Hoy, temprano en la mañana, había recibido la llamada telefónica de la empresa Urbanizadora “California Developers Inc.” anunciándome que había ganado la licitación para construir 150 casas en la ciudad de Mill Valley, en los suburbios de San Francisco, y que me esperaban en sus oficinas al día siguiente para la firma del contrato y de los papeles del seguro. Este era un contrato que había perseguido por casi todo un año y que, finalmente, se resolvía a mi favor.
Pero existía un problema, y éste era que me encontraba muy mal de los nervios debido al estrés sufrido desde nuestra llegada a California. Ya eran quince años que no tenía un periodo de vacaciones real que me alejaran de las planillas de los trabajadores, los presupuestos de materiales, las inspecciones, los plazos del término de las obras, las nuevas propuestas y además, por si todo esto fuera poco, de los pagos de los créditos financieros de la empresa. De otro lado, en el seno familiar, los problemas ocasionados por la crisis de la adolescencia de mis hijos me estaban destruyendo.
Por eso había elegido hacer éste viaje por carretera, a través de una ruta de más de 600 Kms. que me llevaría por los extraordinarios escenarios de la costa del Pacífico, entre Los Ángeles y San Francisco, calificados como los mas hermosos de la Tierra. Travesía de evasión que necesitaba recorrer, como un pedido a gritos, para liberar mi mente del estrés en que me encontraba, en un viaje que a mi elección duraría 24 horas, en vez de las 7 ú 8 habituales por la Carretera Interestatal #5. La otra opción, como dije, era ir en avión en compañía de mi esposa, ya en San Francisco hacer algunas compras y cenar en un bonito restaurante, pasar la noche, y al día siguiente, firmar el contrato, almorzar con mi esposa, tomar el avión de regreso y en la noche cenar en casa. No, realmente esa ya no era una opción porque sentía que había llegando a mi límite.
No conducía a demasiada velocidad para gozar del escenario que, de manera interminable, se abría ante mis ojos kilómetro tras kilómetro. Por momentos cruzaba un bosque a través de una carretera rodeada de pinos, a ambos lados de ella, de un agreste valle y colinas. Para luego llegar a una zona en donde tenía, a mi derecha, las agrestes colinas de pinos, y a mi izquierda, la majestuosidad del océano Pacífico formando playas de arena blanca o golpeando acantilados de rocas multicolores. El aire revolvía mi cabello y llenaba mis pulmones con la brisa, sino del aroma de la resina de aquel hermoso bosque, era con el característico olor salado del mar o su mixtura.
Paré repetidas veces a lo largo de la carretera con el solo propósito de admirar la hermosura de la naturaleza. Estiraba las piernas y brazos, y así provocaba que una carga extra del aroma natural que me rodeaba entre a mis pulmones, hasta que la pureza del aire me hiera las sienes. Exactamente como cuando llegué a una paradisíaca playa poco antes del pueblo de “Carmél by the Sea”, lugar en donde había decidido pernoctar.
Es muy posible que mi estado de estrés agudizara mis sentidos y hacía posible la evasión que tanto necesitaba, porque lo que veía, si era algo común y corriente, a mí me resultaba celestial. Allí, yo estaba parado sobre una playa de arena blanca y gruesa, no muy amplia, de unos 500 mts, puesto que en ambos extremos había un conglomerado de grandes rocas oscuras las que funcionaban como natural rompeolas, y hacían que el agua del mar llegara suavemente a la orilla, para morir casi a mis pies empujando algunos muimuis, yuyos y pequeñas conchas. Al frente mío, en un dorado firmamento, estaba el majestuoso astro Rey a punto de irse a dormir en las entrañas del horizonte. ¿Qué más podía pedirle a la vida con semejante visión? Cerré mis ojos, aspiré la brisa del mar y extendí mis brazos para recibir la energía de la naturaleza, y luego de unos instantes volví a abrir mis ojos.
Entonces una idea cruzó mi mente en medio de la dicha que me producía apreciar tal panorama, la que se convertía en placer en mi alma, y murmuré: “Qué hermoso… qué hermoso… no me importaría morir ahora mismo” y sentí el tibio y agradable bálsamo de la energía solar sobre mi cuerpo.
De pronto, me di cuenta que alguien salía del mar, casi a cien metros de la orilla, con el agua hasta su cintura.
“¿Será un buzo aficionado?” me pregunté debido a la oscura apariencia de la silueta que venía hacia mí, a contraluz del atardecer.
No, no era un buzo; me percaté cuando estaba más cerca. Era una mujer muy blanca, cubierta de velos de color negro que revelaban su bien formada silueta debido a que estaba empapada de agua. Definitivamente esa era una inesperada y extraña visión.
La mujer pasó por mi lado y ambos sonreímos mutuamente a manera de saludo. Vi sus ojos marrones, sus finas cejas, sus labios delgados y el pequeño lunar que la adornaba, la palidez y madurez de su rostro, y la armonía de sus facciones que en su conjunto la hacían bella. Y cuando pasó, no pude resistirme al deseo de voltear y admirar el contorno y el vaivén de sus caderas en el esfuerzo que sus piernas hacían por vencer la dificultad de caminar sobre la arena.
La misteriosa mujer se alejó de la playa, cruzó la carretera, pasó al lado de mi auto y se perdió en el bosque de pinos. Yo la seguí con la mirada, como hipnotizado, hasta que desapareció. Entonces descubrí que entre los árboles, a media altura de la colina, había casas con chimeneas humeantes. Lo que inmediatamente me justificó, en mi lógica, su entrada en el bosque.
La experiencia duró escasos minutos, pero había logrado bloquear mi conciencia del entorno en donde estaba, hasta que una gran ola golpeó las rocas y el sonido me previno de que ésta vez al agua llegaría con más fuerza hasta donde estaba parado, haciéndome olvidar a la hermosa y misteriosa mujer de velos negros.
Miré mi reloj, “Las 7:45 p.m.” me dije mientras retrocedía un poco para alejarme de la orilla, sin ningún apuro, y me dispuse a disfrutar de la puesta del sol, del moribundo verano en esa solitaria playa.
Fueron casi 15 minutos de un deleite divino el apreciar como cambiaba el color del mundo que me rodeaba, mientras se iba ocultando el astro rey. De pronto, unas lágrimas rodaron por mi mejilla, y mi alma se sobrecogió. Realmente no supe porqué lloraba, si por algún problema en particular o por los miles que tenía, sin solución.
Soy un mediano empresario en la industria de la construcción que hace poco dio un salto cualitativo, para transformarse desde uno pequeño, con casa propia y sin deudas, a otro más grande pero con una hipoteca en su casa y un millón de dólares en créditos, sin otro respaldo que su propio trabajo. Empresa de alto riesgo que sobreviviría a condición de estar en full operación por espacio de dos años ininterrumpidos. Por lo pronto, el contrato que firmaría mañana me daba un respiro por un año, pero mi salud mental no.
Sí, definitivamente estaba atravesando por un estado psicológico especial, debido al estrés, que me ponía al borde de un colapso nervioso que se manifestaba a través en una híper sensibilidad de mi espíritu. La prueba de esto era simple: jamás en mi vida la belleza de un escenario me había conmovido hasta las lágrimas, pero hoy, sí.
Regresé a mi Mustang caminando despreocupadamente, ahora absorto en mis ideas, respirando profundo, sin ni siquiera percatarme del tráfico de la carretera, aunque muy escaso, en la casi penumbra del anochecer. Encendí el motor y me dirigí al pueblo de Carmél, al hotel “Cypress Inn” en donde ya tenía una habitación reservada.
“Carmél by the Sea” o simplemente Carmél del Mar es un hermoso pueblo en la costa del pacífico, un pedazo del cielo reconstruido en California. Llamarla ‘ciudad’ sería un insulto a la voluntad de sus pobladores en conservarla sin edificios de arquitectura moderna, mayores de dos pisos o que rompan su típico estilo californiano. Pueblo que era un relativo lugar secreto de muchos turistas, que saltó a la fama cuando uno de sus humildes pobladores, la estrella del Cine, Clint Eastwood, fue electo como su alcalde.
Una vez que me alojé en el hotel y me di un refrescante baño, salí a comer.
“Que restaurante me recomiendas” le dije al encargado en el lobby, mientras salía del hotel.
“Depende de que quiera comer, señor” respondió amablemente.
“Mexicana, comida mexicana” le dije.
“Entonces vaya al Club Jalapeño, está a sólo unos tres blocs desde aquí, en la calle San Carlos, entre la 5ta y la 6ta”
“OK, gracias” y no necesité más referencias, el lugar y el nombre del restaurante, de por si, me anunciaba una buena comida.
Comí poco y muy despacio, de unos Burritos al Pastor y ensalada, y cuando bebía un White Zinfandel del Valle de Napa, con la pereza de un rey, vi aparecer por la entrada del restaurante a la misma misteriosa mujer que había visto en la playa esa misma tarde. Mujer a quien reconocí a pesar de que lucía totalmente diferente. Ahora vestía un no muy ceñido y elegante traje de colores con escote, que dejaban ver sus hombros, con mangas que cubrían sólo sus brazos, y de una sola pieza. Caminaba sobre tacones altos, los que le provocaba un delicioso andar ondulante. Su cabello marrón oscuro, ahora seco y vaporoso, se partía ligeramente en el centro de lo más alto de su persona y no llegaba a sus hombros.
Nuevamente venía hacia mí, pero a diferencia de la vez anterior, su vestido y los tacos altos le daban un glamour muy elegante a su figura. Su cabello, que conjugaba con sus ojos, acrecentaba la angelical palidez de su piel, en cuyo rostro, que ahora sí llevaba un ligero maquillaje, resaltaba su hermosura. Sí, eran exactamente la expresión de su rostro y sus detalles simétricos los que habían quedado grabados en mi mente y me permitieron reconocerla.
Sus ojos oscuros, sus cejas pobladas pero bien delineadas por una detallada depilación a lo largo de la línea natural de la protuberancia ósea; de pómulos suaves en mejillas anchas; de nariz pequeña y aguda, y labios finos adornados por un cercano lunar, denunciaban una armonía greco-romana, en donde lo único artificial eran los dos aretes dorados que se balanceaban en los carnosos lóbulos de sus orejas.
Todos esos detalles físicos, conjugados de una manera particular, la hacían entrañablemente hermosa para cualquiera, pero para mí, extremadamente cautivante. ¿Era joven? No. No lo era. Era una mujer madura que estaba en el límite justo entre la lozanía y lo que iba a ser muy pronto un imperecedero recuerdo de ella. ¿Pero si sólo la había visto por un instante en la playa, y ahora, luciendo totalmente diferente, como era posible que la haya reconocido inmediatamente?
Claro que no venía exactamente hacia mí, sino que pasó por mi lado, pero justo en ese instante, cuando estábamos lado a lado, giró su rostro, me miró y ambos nos sonreímos. Sólo fueron segundos, pero ésta vez no fue la cortés mueca de la playa, sino un: “Hola ¿Cómo estás?”, mudo y tierno. Esta vez también volví a seguirla con la mirada, embelesado con su cimbreante andar, sosteniendo mi copa de vino, hasta que se sentó en la silla alta del bar, me volvió a mirar, muy segura de que yo la observaba, y me hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza como diciéndome: “Aquí estoy!”, mientras su angelical sonrisa me invitaba a acercarme.
Permanecí sentado, mejor dicho, clavado en mi silla, sin animarme a aborda a la extraña mujer que ya me había atrapado.
Debo confesar que no tengo destrezas en el arte de flirtear, y que si alguna vez la tuve, esto fue en mi adolescencia pero que hoy no quedaba ni rasgos de ella. Mi masculinidad en estos casos, en que una mujer que me gusta me envía señales de aceptación, me convertía en un tigre que queriendo atacar a su presa no podía por carecer de garras y colmillos. Y no precisamente por principios morales o valores de fidelidad, sino que después de casi 25 años de comer plácidamente en casa, sin esfuerzos y hasta saciarme, me habían convertido en una fiera domesticada que había perdido su natural destreza de depredar a su víctima.
Abstinencia al adulterio que quebré una sola vez en mi vida, debido a un malintencionado comentario de una mujer que tenía todos los atributos para justificar el pecado, pero a quien intencionalmente yo eludía, sumido en la sempiterna duda de quedar en ridículo ante una eventual negativa.
“¡¡¡Es un maricón!!!”, le escuché decir a esta fémina, providencialmente, cuando le contaba a una de sus más íntimas amigas, quien le había preguntado acerca de mi reacción a sus insinuaciones. El comentario hirió en lo más profundo de mi masculinidad, porque venía de una mujer de temperamento voluptuoso y aparente entrega a mí. Siempre pensé que mis principios estaban muy por encima de mis instintos, pero no fue así. La fiera machista rugió en mi interior y la ataqué tantas veces que logré despedazar a mi presa, haciendo con ella hasta lo que nunca hice con mi mujer, y así quedó convertida en un guiñapo de carne, esclava de mi voluntad y su propia lujuria. ¿Y luego qué? Luego vino el sádico castigo de ignorarla y el olvido.
Convertido nuevamente en oveja y de regreso a los límites del dorado redil, sufrí el torturante acoso de llamadas por teléfono, a todas horas del día y la noche, a mi oficina o al seno de mi hogar, de una mujer obsesionada por el sexo, el capricho o el amor, no lo sabía ni me importaba. Pero su impertinencia no cesó hasta el extremo de que mi esposa se dio cuenta de la embarazosa situación en que me encontraba. Pero ella reaccionó inteligentemente, y no como una mujer celosa, he hizo dos cosas: no me dijo nada e ignoró las llamadas, lo cual me ayudó a salir del problema.
Pero ésta noche era totalmente diferente. En el pueblo de Carmél Del Mar, en el bar del restaurante de comida mexicana, frente a mí, estaba una hermosa y totalmente extraña mujer que me cautivaba, quien habiéndome enviado evidentes señas amigables no había despertado en mí la libido de poseerla, sino embrujado por querer conocerla, hablarle, sonreírle y si era posible pasearme con ella… Sí, lo máximo que mi imaginación de hombre había reproducido en mi mente era la visión de que caminábamos tomados de la mano por la orilla del mar.
Situaciones parecidas a ésta me habían sucedido anteriormente, por lo general estando acompañado de mi esposa, lo que justificaba mi inacción. Claro que su presencia era un buen pretexto para comportarme como un fiel marido, porque la realidad era como ya les he contado. Pero ahora estaba solo y en busca desesperada a una evasión al estrés que padecía.
Pero, así, los minutos pasaban haciendo mas espesa mi indecisión.
Vi como el barman la atendió con un vaso de agua mineral, la vi beber delicados sorbos y la imaginé besando mis labios, y me inhibí aún más, mientras mi botella de vino ya estaba por expirar su última copa.
“Terminando de servirme esta copa me acercaré a ella” Me prometí a mí mismo cuando vaciaba la botella hasta su última gota, mientras en mi mente se reproducía la imagen de la ilusión de un galán acercándose hacia la dama de su pretendida conquista. No bien acabé de servirme me asaltó la ‘sensatez’ para hacerme ver lo ridículo de mi pensamiento, y quedé paralizado, mirando el rosado claro de mi White Zinfandel del Valle de Napa en mi copa.
Lo que pudo haber sido una agradable experiencia se había convertido en un asfixiante dilema que resolví de la manera más fácil: Renunciar a todo intento.
Bebí mi copa de vino y como ya había pagado la cuenta me dispuse a salir, ahora ya tranquilo al haber tomado una resolución. Dejé la copa vacía, me incliné ligeramente hacia delante y con las manos sobre la mesa me ayudé a levantarme, mientras mis piernas empujaban la silla hacia atrás.
Quedé erguido y a punto de caminar el corto tramo que separaba mi mesa de la salida, cuando sin proponermelo volteé a mirarla.
Su rostro me sonreía y sus ojos clavados en mi persona irradiaban un magnetismo especial. De pronto, sin pensar que hacer, me acerqué a ella. Perdón, decir: ‘me acerque a ella’, es sólo un recuento a posteriori, ya que no recuerdo haber dado los diez pasos que me separaban de ella.
Tampoco recuerdo mis primeras palabras del forzado diálogo entre desconocidos cuando inician una conversación. Sólo recuerdo su voz y las breves palabras que me dijo como si hubiera sido un monólogo.
“¡Hola!” me dijo, y vi en sus ojos la alegría de tenerme cerca.
De pronto vi que sonrió angelicalmente a algo que dije, palabras que resonaron ininteligibles en mi interior.
Dije algo más y ella volvió a reír. Esta vez vi las dos filas de perlas que asomaban entre sus labios, y tomó, por un brevísimo instante, mi brazo con toda confianza.
Volví a decir algo más mientras giraba mi rostro, sin un propósito premeditado, y me descubrí reflejado en el espejo del bar junto a ella. Lo que vi me sorprendió, porque me advertí dueño de una situación que en algún lugar de mi personalidad temía, pero que ahora ya era historia. Entonces la vi inclinarse hacia mí y reposar su frente en mi hombro como desmayando de la risa que le provocaba. ¿Qué le habré dicho? No lo sé, pero funcionó.
Cuando se repuso nos miramos a los ojos, entonces le pregunté:
“¿Deseas beber algo?”
“¡Sí, una margarita!” dijo con una voz angelical y volvió a posar su mano en mi brazo. Pero esta vez fui consciente de la delicadeza de su contextura física y de la blancura de su piel que resaltaba aún más lo moreno de la mía. Entonces acarició mi mano suavemente y, como descubriendo mis pensamientos, me dijo “No sabes cuanto me gusta el eterno bronceado de tu piel”. Volví a mirar mi mano, la que ésta vez tomaba la suya, y redescubrí los millones de poros que agujereaban mi brillante piel bronceada surcado por los gruesos canales subcutáneos de mis venas.
Increíblemente, el reflejo de mis actos en el espejo me había devuelto la conciencia de lo que hacía.
El joven barman se acercó sonriendo, demostrando que había oído el diálogo.
“¡Mande, señor!” me dijo amablemente.
“Por favor, una Margarita de fresa para la señorita y un ‘Tequila Sunrise’ para mí!”.
“¿Desea que le sirva aquí o el patio?… Tenemos allí a un cantante de música mexicana en este momento!”, comentó amigablemente.
“Que sea en el patio por favor!” le respondí sonriendo, y salimos a sentarnos en una de las mesas de madera y sillas de paja, en el típico estilo rústico, de un amplio patio-jardín que estaba en semi penumbras, de baldosas de cerámica roja, en donde destacaba una fuente de agua en la parte central; al fondo, sobre un iluminado escenario, un señor de mediana edad cantaba en español acompañándose con su guitarra.
Cuando la brisa golpeó mi rostro y me senté frente a ella me vino una ráfaga de conciencia plena, como hombre fiel y casado, de la situación en que me encontraba, pero tan pronto como encontré sus ojos mirando a los míos, la cordura racional volvió a desaparecer y me dejé llevar por la espontaneidad de mis actos interactuando con los de ella.
No sé exactamente cuánto tiempo estuvimos conversando en la semipenumbra del patio, abriendo nuestros espíritus. Me contó la experiencia de su primer amor con palabras que creí reconocer como una historia también mía. “Entonces mi alma era cándida y pura, con tanto anhelo como temor viví mi primer amor…!” Me dijo casi en susurros.
Yo le confesé mi eterno dilema de iniciar una conversación con una bella mujer en un lugar publico “Como tú, cuando estabas en el bar, yo padecía lo indecible para acercarme a ti…!”.
A lo que ella respondió inmediatamente, diciéndome mientras reía “Y yo rogaba para que vinieras…!”.
Y así, aquellos escasos minutos, en el patio del restaurante de comida mexicana, se iban haciendo mas íntimos, mas tiernos, dándonos la ilusión de que nos conocíamos desde siempre.
Por momentos ella tomaba mi mano y acariciaba mis nudillos, introduciendo sus dedos entre los míos. En otras, era yo quien seguía los surcos de su palma como queriendo descubrir sus secretos, pero eludiendo adivinar el futuro.
Cuando salimos del restaurante a la calle yo la llevaba de la cintura y ella reposaba su cabeza sobre mi costado.
“Llévame a la playa!”, me pidió mirándome a los ojos, y en su mirada me prometió la felicidad.
“Okey, Liola, pero primero vamos a mi hotel!” le dije susurrando, pronunciando su nombre por primera vez, sin recordar el momento que me lo dijo.
Caminamos despacio, debido a los tacos altos que usaba, por las calles iluminadas de la luz ámbar de los postes con dirección a mi hotel y, sin entrar en él, fuimos al parqueadero en busca de mi Mustang convertible.
Así llegamos, sino al borde mismo de la playa, a un camino muy cercano a lo largo de este, llamado Scenic Road. Nos quedamos allí, admirando a la luna y a su reflejo en el mar, en silencio, arrullados por la melodía que producían las olas al reventar cerca de la playa. Pasaron los minutos y el silencio entre nosotros no nos incomodó, menos aún cuando entrelazamos nuestras manos.
“Ayer llegué a Carmél… y caminé sola por todo este camino… esperándote…!”, Me dijo Liola mirando al mar.
Debo confesar que no tengo el exquisito espíritu de los poetas, ni aprecio el arte barroco en ninguno de sus campos. Como dije, soy ingeniero y he construido, por años, carreteras, puentes y casas, siguiendo normas y medidas exactas. Y cuando escucho a alguien decir lo que acababa de oír de labios de Liola, lo tomo como una simple metáfora que no llego a entender.
“Y vi unos bancos muy bonitos de troncos de madera en los que me imaginé estar sentada contigo!”. Me dijo con su angelical voz, mientras giraba su cuerpo y señalaba un lugar de la playa.
Entonces la miré y aprecié el contorno de su perfecto perfil de pintados de claros y oscuros iluminado por la luna. Ella volteó su rostro hacia mí, me miró por un segundo, entonces me acercó sus labios para que se los besara. Y los besé. Los besé como si fuera un adolescente, y ella me correspondió de la misma candida manera.
Entonces sentí un torrente de energía dentro de mí, que me gritaba que no lo era. Efectivamente, no lo era, ni ella tampoco. Sino todo lo contrario, éramos seres maduros cercanos al punto de un no muy lejano languidecer. Entonces nuestros brazos se entrelazaron con la misma fuerza que nuestras lenguas, en un húmedo beso que evidenciaba nuestro apetito por devorarnos, hasta que descubrimos que los controles de mi auto, entre ambos asientos, nos molestaba para lo que con ansias queríamos lograr.
Dejé de abrazarla y nos separamos, pero no pudimos apartar nuestros ojos de nuestras mutuas miradas, ni soltar tampoco nuestras manos. Realmente estábamos algo incómodos, sentados de lado, pero no nos importaba.
“Dios mio… que bella eres!” le dije, y ella simplemente sonrió realzando aun más su belleza.
“Hoy en la tarde fui a una playa cercana, al sur de Carmél… -me dijo, y añadió-… allí, en la colina y entre los árboles, una amiga tiene una cabaña, pero era en el mar donde quería estar… entonces fui a nadar…!”
Yo la escuchaba con atención, encajando sus palabras en mis recientes recuerdos de esta tarde.
“Pero tenía la obsesiva ilusión, en lo más profundo de mi alma, de que te iba a encontrar allí… Pero la playa estaba desierta… y con lágrimas en los ojos entré al mar, y el agua salada se confundieron con ellas…”
Yo la miraba escudriñando sus ojos, sus labios, su frente, su delicada nariz, sus gestos y los pliegues de la piel de su rostro mientras me hablaba. Y en mi alma me escuché decir: “Dios que sincera y tierna eres… y que sedienta de amor estás!”.
Ya eran varias horas desde que se había iniciado nuestro encuentro, y hasta este instante no había visto ni un solo gesto o mirada que denunciara la falsedad de sus actos o frases. Me miraba y hablaba con la naturalidad de conocerme toda una vida, aunque sus palabras revelaban una tristeza recién superada.
“Pero cuando salí del agua te vi parado en la orilla. Al principio no te reconocí porque estuve enamorada por mucho tiempo de un recuerdo. Hoy te vi más robusto y con la barba encanecida, pero cuando me sonreíste y miraste a mis ojos, vi tu alma. Eras el mismo de siempre… Mi adorado…!”
Liola se acercó nuevamente, rodeó mis hombros con sus brazos y me besó. Nuestras lenguas volvieron a entrelazarse mientras nuestros labios buscaban afanosamente la forma de acoplarse para transmitirnos lo que no podíamos con palabras. Rodeé su cintura con mis brazos, la acaricié y la traje hacia mí, instintivamente, para sentir el palpitar de su vientre junto al mió, y sentí que ella me correspondió levantando una rodilla e intentando apretarse a mí, pero un millón de cosa se interpusieron a nuestras intenciones. Entonces nos calmamos.
“Vamos a mi hotel… -me pidió, y me explicó-… quiero cambiarme de vestido y refrescarme un poco!”.
Repito, en mi vida profesional he construido muchas estructuras de ingeniería, y sé, que lo hermoso de una arquitectura se logra con paciencia, colocando cada ladrillo en su lugar y en el momento debido, en donde antes no había nada. Y si bien es cierto que no soy poeta, tuve el tino suficiente y dejé que Liola escribiera los detalles de las rimas de los versos que nos llevarían inexorablemente al paroxismo del amor.
Sí, no necesitaba ser adivino para saber que esa noche haríamos el amor, ni tampoco tener demasiada experiencia para saber que la mujer que estaba a mi lado era un ser especial, de los que a estas alturas de mi vida no encontraría. Así que fui cauto y condescendiente para dejarme llevar por la mágica partitura amatoria de Liola.
Su hotel, “The Colonial Terrace”, estaba muy cerca del otro extremo del camino en el que estábamos estacionados, y me tomó menos de cinco minutos para llegar al estacionamiento del lugar, aunque tuvimos que caminar casi 20 mts por un camino pavimentado de ladrillos rojos y alumbrados por postes de mediana altura. Por donde Liola caminó descalza, abrazada a mi cintura, riendo a las ocurrencias que brotaban de mi ya afiebrada mente de amante. Así la vi pequeña, sin usar sus tacones llegaba a la altura de mis hombros, lo que me dio una sensación de poder y a la vez de protección sobre ella.
Cuando llegamos a una especie de terraza, frente a la entrada del hotel, nos sentamos en unos sillones, al aire libre, y besándome me pidió que la espere unos minutos. La vi alejarse caminando sobre las puntas de sus pies, sosteniendo sus zapatos en una mano; y la contraluz de las lámparas de neón que alumbraban el lugar resaltó el contorno de su figura, entonces, como un rayo, vino a mi mente su imagen desnuda y quedé embelesado por unos segundos.
Esperé casi 30 minutos. En los que, desde mi cómodo asiento, miré los alrededores y el lugar me pareció divino. Sí, porque éste tenía casas con lámparas y jardines. Luego, simplemente divagué en mis pensamientos. Entonces me asaltó una idea, producto de mi inseguridad emocional y de la extraordinaria personalidad de Liola.
“¿Y qué, si ella no quiere…? ¿Que sólo esté jugando conmigo?... No, no puede ser… Sus ojos, sus gestos, sus palabras casi incomprensibles para mí, y por último, sus besos me demostraba que esto era en serio… ¿En serio?” me pregunté, y estuve a punto de romper el estado mágico que Liola había generado en mi alma, si ella no hubiera aparecido en ese preciso momento.
Fueron escasos los segundos que transcurrieron al verla venir como un angelical fantasma. Vestía totalmente de blanco, un vestido de hilo de algodón de una sola pieza, ajustado de la cintura para arriba, que llegaba a cubrir sus hombros y brazos, y con un escote horizontal que resaltaba sus senos; y abajo, era amplio como un faldón, el que llegaba a cubrir sus rodillas dejando ver sus tennis shoes y medias cortas del mismo color. Además, sobre sus hombros, como un chal, un suéter abierto.
Si las dudas durante la espera habían atacado mi ánimo, fueron sus besos los que se encargaron de renovar la promesa de que íbamos a tener una gran noche.
“Vamos amor… ahora si estoy lista!”, y tomando mi mano me llevó de nuevo por el camino pavimentado de ladrillos rojos y faroles amarillos. Pasamos de largo al lado mi auto, y caminando nos dirigimos a un lugar que ella ya conocía y me había mencionado antes.
Tan pronto como habíamos dejamos la vecindad de casas, Liola se volvió contra mí y en la semipenumbra nos besamos con la misma pasión como lo habíamos hecho la última vez, sólo que ahora, era la ropa que llevábamos puesta lo único que se interponía entre nosotros.
Los besos encendieron nuevamente muestras almas, nuestros labios jugaban a acariciarse y humedecerse mientras compartíamos nuestra misma respiración. Su cuerpo se apretó al mío y logró dibujarse en mi mente coincidiendo lo cóncavo y convexo, sus fisuras y mis protuberancias, y yo, mientras la sostenía con una mano por la cintura, con la otra acaricié suave y lentamente el contorno de sus nalgas y su ya ardiente hendidura.
Liola dejó de besar mis labios para buscar mi cuello, y yo cerré mis dedos en una de sus contorneadas nalgas como queriendo estrujarla.
“Ah…!” gimió, y yo temí haberle hecho daño.
Yo estaba muy inclinado sobre ella, sosteniéndola ahora con ambas manos por la cintura, entonces ella se abandonó, dejó caer su cabeza hacia atrás y me ofreció su delicado cuello, el que besé con pasión mientras una sinfonía de gemidos se entremezclaban con los de las olas de mar. Entonces sentí que sus manos surcaban mi cabello, acariciándome y guiándome a donde quería ser besada, hasta apartarme de ella ejerciendo una presión de una manera casi imperceptible.
Ambos, jadeando de pasión, nos miramos a los ojos, y la luz de la luna me permitió constatar el estado de embriaguez, compartido, en el que nos encontrábamos como producto de estar bebiendo a sorbos el cóctel de las hormonas del amor. Y nos calmamos, mutuamente, con suaves besos porque que sabíamos que la noche daba para más… Mucho más.
Caminamos nuevamente por el Scenic Road en busca del lugar al que Liola quería llegar, y en el trayecto volvimos a repetir los besos y caricias que nos volvieron a encender porque ya éramos adictos el uno al otro.
Hasta que su alegría se iluminó y exclamó “Allí, allí está el banco de madera que te conté… Allí te imaginé conmigo… No sabes cómo me sentí tan sola esta mañana… pero ahora estás conmigo…”. Y caminamos hacia él... Continúa en: LIOLA… A LAS PUERTAS DEL CIELO... PARTE 2 final.

lunes, 13 de junio de 2011

“QUIERO SENTIRTE MUY DENTRO DE MÍ”

“Entonces, te espero a cenar a las 8 p.m. Paul”
“Sí, querida Caroline, allí estaré. Llevaré un vino ¿Cuál prefieres, cariño?”
“Trae un White Zinfandel, ¿Si?”
“Claro, nos vemos esta noche”
Caroline colgó el auricular del teléfono de la sala y fue a la cocina. Allí revisó su recetario de comidas, desplazando su dedo índice por las hojas de este hasta que, esbozando una sonrisa, escogió una.
“Mmm… Pinchos con trozos de carne, rodajas de pimientos, tomates, cebollas y champiñones… - murmuró y abrió la puerta de su refrigeradora para revisar lo que tenía allí de la receta-… Creo que esta será perfecta para la ocasión, solo me falta la carne.”
Era las 6.00 p.m. cuando Caroline empezó a poner en orden lo necesario para preparar la cena. Cortó los vegetales y los amarinó en salsa de vinagre, sal y pimienta en un bol. Luego fue al balcón de su apartamento, y allí, en el BBQ grill, hizo una pila de carbón en medio de un trozo de tela empapada de kerosene y lo encendió.
“Son las seis y media… -pensaba Caroline-… suficiente tiempo para que encienda bien las brasas.” Luego fue al comedor y arregló la mesa. Puso un candelabro, dos copas para vino y servilleta y cubiertos para uno.
Y se fue al dormitorio, a darse una ducha y arreglarse.
Paul miró su reloj mientras manejaba en la autopista, “Son las 7:30 p.m. si paro en una tienda cerca del apartamento de Caroline para comprar el vino… -pensaba-… llegaré puntual a la cena”
Hacía solo una semana que Paul había conocido a Caroline y esta noche sería su tercer encuentro con ella. En la primera, él la abordó en el Metro, cautivado por su extraña belleza y particular moda de vestir, al verla subir y cederle el asiento. Caroline era una mujer de tez muy blanca, de cabello negro natural o por la magia del tinte, de maquillaje rojo oscuro en los ojos boca y uñas, y vestida totalmente de negro. La segunda ocasión, fue en un café de estilo gótico, en donde ella era una más en medio de la gente y él era el que desentonaba vistiendo “raro” con su saco, camisa de cuello y corbata. A Paúl no le gustó la música-ruido que tocaba una banda en el escenario, y menos aún las obscenidades que gritaba con furia el vocalista de esta, pero él no había escogido el lugar ni estaba interesado en el estilo de esta, sino en Caroline. Allí, animado por la coquetería de ella, logró besarla, acariciar sus senos y tocar suavemente sus nalgas.
“Por favor, voy a llevar esto… ” Dijo Paul al dependiente de la tienda, colocando las cosa que había escogido sobre la plataforma de la registradora.
Los productos fueron escaneados por el dependiente, que con una sonrisa maliciosa dijo: “Son $35.20 dólares, incluidos los impuestos” a la vez que envolvía la botella de vino con un papel protector y lo metía en una bolsa de plástico junto con la caja de condones que Paul había comprado”
A las 8:00 p.m. sonó el intercomunicador del apartamento de Caroline.
“Sube, querido” Paul oyó la voz sensual de Caroline a la vez que la puerta eléctrica de la entrada del condominio se habría.
“Mmm… Ya está caliente…” pensó Paul recordando la sensual voz de ella, mientras subía en el ascensor.
Ahora sonó el timbre musical, anunciando que Paul había llegado a la puerta del apartamento.
Caroline vestía una apretada malla transparente de encaje negro que la cubría desde el cuello a los tobillos, y encima, una bata larga del mismo estilo. Atuendo que acentuaba la voluptuosa figura que tenía. 
Al abrirse la puerta, Paul quedó deslumbrado ante la inesperada visión erótica de Caroline, además de sentir el embriagante perfume de una mezcla de esencias de canela, sales y feromonas. Verla y olerla así, hizo que la imaginara como una diosa impúdica e inmediatamente su libido animal se posesionó de él.
Caroline, consciente del efecto causado, no perdió tiempo y avanzó, cogió la botella y le dio por primera vez un apasionado beso mojado, enviando la conciencia de Paul a las nubes del embeleso.
Paul se sintió conducido, entre besos y mordiscos, a la sala y luego sentado en el sillón, sin haber despegado sus labios de los de Caroline.
“Déjame poner el vino a enfriar, ya regreso” escuchó Paul, como en tinieblas.
Caroline llevó el vino a la refrigeradora, a la vez que desde lejos miró que el BBQ grill humeaba, y ya de regreso llevó dos copas de vino.
“Salud, querido Paul, esta noche será la mejor noche de tu vida, te lo prometo. Bebamos este vino especial que tiene más de cien años…”
Ambos bebieron el exquisito aunque extraño vino, que Paul, en un atisbo de conciencia, no pudo reconocer, pero le gustó.
Paul se sintió embriagado, dulcemente embriagado. No podía dejar de mirar la deseada figura de Caroline, quien se movía delante de él como invitándole a danzar un baile erótico, y creyó ver que la malla que cubría el cuerpo de Caroline desaparecía de su piel. Estaba embelesado y entre besos y caricias se sintió transportado entre las nubes a la cama de ella.  Allí, escuchó a Caroline cuando le decía, mientras lo desnudaba: “Quiero sentirte muy dentro de mí, querido”. Luego, entre tinieblas y destellos de luz de su consciencia, la vio cabalgar sobre él hasta que sintió experimentar la gloria del placer infinito, y tembló hasta que su consciencia se apagó.
Luego, Caroline, ya arropada fue al balcón, destapó el BBQ grill y colocó sobre las brasas dos alambres con rodajas de pimientos, tomates y champiñones uno, y el otro de pura carne. 
“Este será un Pincho especial. El de la semana pasada, de corazón, no estuvo nada mal, pero este, tan grande, carnoso y jugoso me saciará totalmente. Querido Paul... ni te imaginabas que llegarías muy dentro de mí, y te recordaré por siempre.” Pensaba mientras giraba los alambres de acero para evitar que el calor quemara la carne y los vegetales.
Minutos más tarde, sentada sola frente a la mesa y con un suculento plato y delicioso vino color rosa servido en una copa, brindó: “¡A tu salud, Paul.!” y sonrió.

lunes, 16 de mayo de 2011

EL MENSAJE DE TEXTO


Hoy, lunes, recibí un mensaje de texto en mi celular. Era de Juliette, en donde me decía que me amaba, que nunca había amado a nadie de esa manera y que estaba segura que jamás amaría con la intensidad que sentía ahora… Yo, con rabia, tiré el celular hacia un rincón de mi habitación.
Hacía solo cuatro semanas que había conocido a Juliette, en un conocido coffee shop cercano a mi apartamento de soltero. Nadie nos presentó formalmente sino que coincidimos allí de manera fortuita, en la corta línea de espera para ordenar la deliciosa bebida caliente, y cuando nuestros ojos coincidieron en la mirada, nos sonreímos mutuamente y nada más, aunque yo pensé: “Es linda”.
“El siguiente, por favor… -llamó la cajera del café, y yo avancé-… ¿En que lo servimos, señor?”
“Dame un café expreso, doble, sin crema y sin azúcar… -y a mi espalda escuché un, “Uuuf”, de comentario, que yo ignoré, y agregué-… además dos donuts, uno de chocolate y el otro de coco, por favor”
Y a mi espalda volví a escuchar otro comentario de la misma persona, casi como un susurro.
“Ajá, ahora sí tiene sentido”
Yo sonreí para mis adentros, giré levemente a mi derecha, la miré casi de soslayo sobre mis hombros y le sonreí. Ella sonrió y encogió sus hombros.
“¿Es todo, señor?”
“Sí”
“Entonces, son 7 dólares con 50 centavos, más impuestos”
Yo busqué un billete de 10 para pagar, pero lo único que encontré en mi billetera fue uno de 100, y se lo di a la cajera, acompañado de una sonrisa.
“Lo siento, señor, no damos cambio de 100”
“Damn it.” maldije.
“¡Yo tengo!” dijeron a mi espalda. Esta vez su voz me sonó angelical.
“Lo arreglamos en la mesa, ¿ok?” le dije, con el azafate en la mano, para no crear malestar en la línea de los presurosos clientes. Ella sonrió, avanzando a ordenar lo que deseaba.
En la mesa esperé a que ella se acercara, y cuando lo hizo, hice el intento de alcanzarle el billete.
“Realmente no tengo cambio, ya me darás luego” me dijo, con una sonrisa dibujada en los labios, mientras se sentaba frente a mí. No era lo que esperaba, pero no me incomodó.
Y así compartimos una relativamente larga charla de casi 15 minutos, en donde el resto de la gente entraba y salía raudamente con dirección al trabajo o hacía un breve entretiempo para esperar el bus o el Metro. Y yo no era la excepción de ir a laborar, aunque lo haría en mi Chevy sport. Por lo que me disculpé con ella y quedamos en vernos más tarde. Le di mi tarjeta personal y la invité a almorzar. No podía ser menos amable.  
Al salir, al mediodía, la encontré en el lobby del edificio de oficinas en donde trabajo como Ing. de diseños. Ella ahora lucía de sport elegante. Su look mañanero de tennis shoes, blue jeans gastado, camisa de franela y cabello revuelto, que le daba la típica apariencia de la chica angelina despreocupada, había desaparecido.
Fuimos a un restauran cercano al Westwood Plaza, de la ciudad del mismo nombre, al Oeste de Los Ángeles, a un par de millas del Downtown, ya que no podía alejarme mucho de mi centro de trabajo. Fue allí, entre bocados y palabras, que Juliette me cautivó. Era graciosa, de palabra fácil y locuaz, y lo que más me empezaba a gustar: era muy alegre. Como era de esperar, nos faltó tiempo para seguir la conversación y quedamos para vernos a la salida… cenaríamos juntos. De regreso a la oficina de diseño mis colegas sonreían maliciosamente, “Linda chica”, me dijo el de mas confianza.
La cena tampoco nos bastó para saciar la necesidad de hablarnos, aunque ya brotaba otra necesidad entre nosotros, y era el de darnos besos, abrazos y quizás algo más.
Al día siguiente desperté como de un dulce sueño y de repente reaccioné. Ella estaba totalmente desnuda a mi lado… y para nada me incomodó su presencia en mi lecho. Y todo lo que sucedió el día anterior se repitió una vez más, ese y los próximos días, durante la semana. Hasta que, luego de un glorioso fin de semana, se mudó a mi apartamento de soltero a vivir conmigo. Fue cuando cruzó por mi mente la idea que estaba jodido.
La segunda semana hubo un cambio en mi vida que nunca había permitido que llegara. En mis 35 años de edad, jamás quise hacerme responsable de ninguna mujer. Amaba mi libertad y mi despreocupación total de todo asunto que no fuera mi trabajo. Todas mis relaciones con las mujeres que pasaron por mi lado, fueron eso: pasaron. Nunca les dejé que hagan planes o cuenten conmigo para nada. Así, mis relaciones no duraban mucho y yo vivía feliz… hasta que llegó Julitte. 
Ya no iba al café de la esquina cuando salía temprano con dirección al trabajo. Juliette lo tenía preparado delante de mí, humeando, apenas despertaba.  Ya no almorzaba con mis amigos de la oficina sino con ella, quien me esperaba en el lobby. Ya no salíamos a cenar porque Juliette me esperaba en “casa” con la cena lista, adornada de candelabros y a media luz. Las sagradas noches de los viernes de perdición, con mis amigos en un bar de topless, se transformaron en viernes de sillón y películas, con palomas de maíz, nachos con huacamole o pizza. Y mis usuales sábados de despertar al medio día se interrumpieron con el sonar de la aspiradora y arreglos de “casa”. Así, los fines de semana, empecé a languidecer… Me estaba asfixiando.
La cuarta semana, que Juliette me lo recordó como si fuera un aniversario, fue igual… mmm, o diría que peor. Yo estaba harto de ella. En el sexo habíamos probado de todo, mis trucos y los de ella, que en un principio me deslumbró. En cambio ahora era un alivio salir a trabajar más temprano e inventar cualquier pretexto para regresar tarde. Anulé mis almuerzos con Juliette… y no hicimos el amor durante esa semana. El viernes me revelé y me fui, sin avisar, a celebrar con mis amigos al bar de striptease y no regresé hasta tarde. En la puerta de mi apartamento temí entrar, extraña sensación que no sentía desde niño cuando hacía una travesura. Sí, temía encontrar a Juliette sentada en el sillón de la sala. Pero no estuvo allí… ni en la cama. “Ufff”, dije aliviado y me dormí.
Parece que había dormido en el cielo porque no desperté hasta el mediodía y me sobresalté acompañado de una pregunta: “¿Qué pasó con la bulla de la aspiradora de los sábados?… ¿Con mi café…?” Entonces me levanté y recorrí mi apartamento. “Juliette”, llamé pero nadie respondió. En la cocina, al lado del coffemaker, encontré una nota: “Querido Erick… Me voy donde una amiga. Regreso en una semana. Tenemos que hablar. Estoy embarazada… Juliette”
“Shit!…” fue la primera exclamación que lancé expresando mi estado de ánimo, seguido por un, “Damn it!”, que lo redondeó. Y fue todo, como un alivio, porque no era la primera vez que yo estaba en ese problema. Perdón, quise decir, con una chica con ese problema. La ducha que me di terminó por despejar mi mente de la resaca y el problema de Juliette.
Los fines de semana, usualmente, las pasaba recorriendo libre como el viento por la Pacific Coast Hway, manejando mi Chevy Sport. Parando en donde me venía en gana. Comiendo y disfrutando del paisaje que escogía disfrutar, a veces acompañado o no, no tenía ninguna importancia, sino mi libertad. Solo que esta vez al caer la tarde, cuando gozada de un espectacular ocaso, el rostro de Juliette se dibujó en el horizonte.
El lunes temprano extrañé el café humeante que Juliette traía a mi cama. En el almuerzo, acompañado por mis amigos del proyecto arquitectónico, permanecí callado, ensimismado en mis pensamientos acerca del qué hacer. Al regresar a mi apartamento lo encontré frio, triste y vació en un terrible silencio. Cerré los ojos y súbitamente apareció el rostro de Juliette sonriendo y mi alma se iluminó, pero cuando los volví abrir, mi soledad no solo había cambiado, sino que se hizo más evidente. En la noche, en mi cama, daba vueltas esperando encontrar el cuerpo de ella, pero no, y sentí frio en el alma. Solo me calmé con la idea que surgió repentinamente, desde muy dentro de mí… de ser papá, y me dormí.
El martes, miércoles y jueves fue igual.
Pero el viernes fue peor, porque desperté hecho una mierda. Fui al baño, me miré en el espejo y comprobé que la idea de cómo me sentía no solo era eso, sino que se confirmaba con la imagen que reflejaba. “¿Juliette… En dónde estás?”… “Dónde puedo buscarte… o llamarte… mujer” murmuré… y, por primera vez en mi cínica vida de soltero, susurré: “Te necesito Juliette… Te amo, vida mía”.
Ese día estuve pendiente de mi teléfono celular. Revisé varias veces si las baterías estaban cargadas, si estaba encendido, si el timbrado funcionaba, dudando ponerlo entre la señal de sonido o vibración, o si ya había un mensaje de texto. En la tarde, a la salida de la oficina de proyectos, me excusé de acompañar a mis amigos a la juerga acostumbrada. Ya no me importaba el viernes de corrupción.
Cuando llegué a mi apartamento y estaba a punto de entrar, de pronto me llegó como una brisa la idea de que Juliette estaba allí, esperándome, lista como solía hacerlo, con una sonrisa y un beso, la cena preparada, las velas encendidas y una rosa para cada uno sobre la mesa, al lado de los cubiertos. Pero no, ella no estaba… entonces… sufrí. Creo que el cínico soltero había muerto dentro de mí. En la noche miré tantas películas como palomas de maíz, nachos con huacamole y pizzas pude comer, pero sin dejar de pensar en Juliette y de desear acurrucarla a mi lado.
Así había funcionado con otras chicas. Por ejemplo, una orden de banana Split de coco, vainilla y fresa con chocolate me hizo olvidar a Brigitte y los seis meses de relación salvaje que tuvimos recientemente, poco antes de conocer a Juliette.
Así, con ese estado de ánimo, antes de ir a mi cama, me tomé varios Tequila Sunrise porque sabía que de otra manera no podría conciliar el sueño.
El sábado desperté alegre. Había soñado con Juliette. Alegría que se desvaneció tan pronto como constaté que solo era eso, un sueño. Bajé al coffee shop y allí bebí un café mocca con crema y me senté, sin ningún apuro de nada, a disfrutarlo. Ya iba en mi tercer sorbo de la paradisíaca bebida cuando súbitamente vibró mi celular anunciando un mensaje de texto. Casi derramo mi mocca caliente por la prisa de buscar mi celular, y cuando lo encontré pude leer: “I love you, Erick”. Mi corazón dio un vuelco, ahora podría devolverle la llamada. Regresé a mi apartamento rápidamente porque quería hacer hablarle desde allí, con la privacidad necesaria para expresarle mis sentimientos.
La manera de cómo veía el mundo cambió radicalmente desde que le confirmé a Juliette mi amor por ella y de que la quería a mi lado, posiblemente, para toda la vida. Acerca del bebe que llevaba dentro, le dije que ya hablaríamos cuando estuviera aquí. “Llegaré el lunes temprano, iré manejando desde Sausalito, San Francisco, por la Pacific Coast Hway… Espérame en casa… I love you” me dijo sin aceptar que yo vaya a recogerla o a su encuentro.
El lunes desperté con inusitada alegría “Hoy llega Juliette… mmm, el apartamento está en orden” me dije. Esa mañana no iré a trabajar. Me levanté, me di una ducha caliente y me pareció escuchar el sonido de mi celular, cerré la llave del agua y presté atención, y fue que escuché el pitillo del coffeemaker anunciando que ya estaba listo, entonces volví a lo de la ducha. Luego me senté en el sofá y prendí el TV a ver las noticias mientras bebía mi café. Me entretuve de sobremanera con las noticias acerca del terremoto y el subsiguiente tsunami en el Japón. Habría pasado ya una hora y tres tazas de café cuando las noticias se vieron interrumpidas por otra local y de urgencia.
“Flash”, vi y escuché en la pantalla del tv. Anunciando un accidente en la Pacific Costa Hway, que a mí me heló la sangre. Pensé inmediatamente, sin poder evitarlo, en Juliette y sentí que me estrujaban el corazón.
“Hace unos minutos ocurrió un lamentable accidente en la carretera, cuando un Ford Explorer rojo se despistó en una curva. El vehículo iba conducido por Juliette Hoffman, residente de Santa Mónica, y ya fue llevada al Memorial Hospital cercano, en condiciones reservadas…”
Ya había escuchado lo necesario, salté del sillón, busqué mi celular en mis bolsillos y sobre el coffee table, pero no lo hallé. Entonces tomé el auricular del teléfono y llamé al hospital.
¿Ud. Es…? Me preguntaron en emergencias del hospital.
“Soy Erick, el novio de Juliette”
“Lo siento mucho, Erick, el accidente fue fatal… “
Y no pude escuchar mas, mi mente se cerró, caí al sofá abrumado por el dolor y enloquecí. De rabia e impotencia destrocé la sala de mi apartamento hasta que llegó la policía alertados por los vecinos y pudieron calmarme. No me arrestaron, sino llamaron a los paramédicos para que me atiendan. Cuando se fueron y quedé solo, fui a mi dormitorio y me tiré a la cama, y sin proponérmelo, sentí la vibración de mi celular y lo encontré. En él pude ver el último mensaje de texto de Juliette, que había perdido debido al ruido de la ducha y el pitillo del coffeemaker, donde me decía que me amaba, que nunca había amado a nadie de esa manera y que estaba segura que jamás amaría con la intensidad que sentía ahora… y me prometía: “Te haré feliz toda la vida, mi amor… solo dame la oportunidad”.
Tiré el celular con rabia al suelo y lloré como un niño.

martes, 10 de mayo de 2011

SOLEDAD



Estaba recostado en mi cama,

No dormía, ni estaba despierto.   

Era como si flotara

Entre lo real e irreal,

        Pensaba o soñaba que pensaba,

        Para el caso era lo mismo,

En mi esposa y mis hijos,

Los veía y escuchaba,

Estaba ella sentada en una esquina

Sobre una silla, en el comedor.

Yo creo que soñaba.

Los veía felices y yo era feliz.

Y es cuando tuve una rara sensación,

Pensaba que alguien más estaba aquí,

Parado junto a mí.

       Soñaba o pensaba que soñaba.

       Para el caso era lo mismo

Porque una mujer elegante y hermosa,

me observaba que estaba recostado en mi cama

No dormía, ni estaba despierto

Yo creo que pensaba.

Y es cuando me dijo:

“Te estuve esperando muchos años

creo que al fin podremos hablar,

sólo te pido que me escuches”

        Pensaba o soñaba que pensaba.

        Para el caso era lo mismo.

“¿Quién es usted señora? ¿Qué hace usted acá?”

“¿Puedo sentarme a los pies de tu cama?

Sólo quiero que me escuches”

Yo creo que soñaba.

“No. Por ningún motivo,

yo no la conozco,

ni quiero escucharla”

“Pero yo si te conozco”

     Soñaba o pensaba que soñaba

     Para el caso era lo mismo.

Porque se sentó a los pies de mi cama.

“Estuve muy cerca de ti,

desde que eras niño,

pero nunca me miraste”

Yo creo que pensaba.

“Cuando fuiste adolescente,

es cuando por primera vez,

nos miramos a los ojos,

pero solo por unos segundos”

       Pensaba o soñaba que pensaba.

       Para el caso era lo mismo.

“Luego nos vimos otra vez,

estabas rodeado de mucha gente,

pero aun así me miraste,

y yo te sonreí,

pero alguien se interpuso entre los dos”

Yo creo que soñaba.

“Trate de buscar nuevamente tu mirada,

pero no lo logre”

Estaba recostado en mi cama

 No dormía, ni estaba despierto.

      Soñaba o pensaba que soñaba.

      Para el caso era lo mismo,

porque una mujer elegante y hermosa,

Sentada a los pies de mi cama, me observaba.

Era como si flotara

Entre lo real e irreal.

Yo creo que pensaba.

Pensaba, que viéndote bien,

te había soñado en algún lugar.

“Tu rostro me es familiar,

creo que si, si te he visto antes”

        Pensaba o soñaba que pensaba.

        Para el caso era lo mismo,

Porque te escuchaba.

“Estuve en tu matrimonio,

y cuando brindabas con todos, me miraste,

yo estaba en medio de mucha gente”

Creo que soñaba.

“No. Estabas despierto porque vi tus ojos tristes,

como que me buscaban, y nos miramos,

entonces supe que no te había perdido”

      Soñaba o pensaba que soñaba.

      Para el caso era lo mismo.

“Pasaron muchos años

 y vi como crecieron tus hijos,

estabas tan ocupado con ellos,

que no hubo oportunidad de mirarnos”

Creo que pensaba,

Porque te pregunte

“¿Cómo te llamas?”

“Soledad”

       Pensaba o soñaba que pensaba.

       Para el caso era lo mismo,

Porque cada vez te reconocía mas,

Y al escuchar tu nombre,

Te recordé mejor y creí haberte visto antes.

Ahora si, estoy seguro de eso.

Creo que soñaba,

porque me dijiste:

“Quiero recostarme a tu lado,

estoy muy cansada,

te he seguido por mucho tiempo”

     Soñaba o pensaba que soñaba

     Para el caso era lo mismo,

porque al día siguiente,

cuando desperté,

te encontré, Soledad,

Totalmente desnuda en mis brazos.

Creo que pensaba,

Porque te dije:

“Esto no puede ser

amo a mi esposa y a mi familia

y nada te puedo ofrecer”

       Pensaba o soñaba que pensaba.

       Para el caso era lo mismo,

ya que me rogaste que no te rechace.

“Solo quiero estar junto a ti,

me iré cuando quieras,

sin reclamarte nada”

Creo que soñaba,

porque te acepté.

“Fue en este país donde más busque tus ojos,

pero tu siempre me evitaste”

“Mi esposa, mis hijos, mis negocios, no podía”

      Soñaba o pensaba que soñaba.

      Para el caso era lo mismo,

porque a mi lado estaba, desnuda,

esta hermosa mujer, que desde mi niñez,

estuvo tratando de acercarse a mí,

Y que hoy, la reconozco más y más.

Creo que pensaba,

porque ahora ella empezaba,

A llenar todos los vacíos de mi vida.

Sí. Siempre estuvo cerca de mí,

Pero siempre la evite.

        Pensaba o soñaba que pensaba.

        Para el caso era lo mismo,

Porque ahora estaba en mis brazos

“Sí. Estoy en tus brazos y dispuesta

a consumar este amor de años,

por fin se acabó mi espera, mi amor”

Creo que soñaba,

Porque poseí tu cuerpo y tu espíritu.

Sentí el éxtasis de tu virginidad

Y la pasión reprimida de tantos años

“Oh, Soledad, tanto me amabas”

      Soñaba o pensaba que soñaba.

      Para el caso era lo mismo,

Porque desperté y te vi mirándome.

“Me amas?”

“Sí. Mas que ha mi vida”

Ya había olvidado a todos.

Creo que pensaba.

“Ámame, ámame sin limites como yo a ti,

te he esperado por tantos años,

estaba segura que me ibas amar,

por eso quería que me escuchases”

       Pensaba o soñaba que pensaba.

       Para el caso era lo mismo,

Porque sólo en ti pensaba,

Cuando escuche mi sentencia.

Quería regresar lo mas pronto a ti,

Para darte la noticia.

Creo que soñaba.

“Soledad, despierta, escúchame

te tengo la mayor sorpresa,

Nos casaremos.

Estaremos juntos toda la vida”

     Soñaba o pensaba que soñaba

     Para el caso era lo mismo.

Porque me reprochaste:

“¿Tan poco me amas?

¿Te es suficiente amarme toda la vida?

Yo no te exijo nada, pero, puedo darte mucho mas”

Creo que pensaba.

“Que me puedes dar, Soledad, dímelo”

“Podemos amarnos dando la vuelta al mundo,

Y amanecer en la luna.

O hacer el amor en el sol,

y  viajar de luna de miel a otra galaxia”

       Pensaba o soñaba que pensaba.

       Para el caso era lo mismo.

“¿Sí? ¿Puedes darme eso? ¿Tanto me amas?”

“Sí. Te amo una eternidad.

Podemos visitar todos los lugares de la tierra, y luego,   

viajaremos por el universo”

Creo que soñaba.

No puedo creer en tanta felicidad.

“Ho, Soledad. Si, llévame contigo”

“Si mi amor, poséeme otra vez,

 te daré un orgasmo infinito

y nos iremos de este lugar”

      Soñaba o pensaba que soñaba.

      Para el caso era lo mismo,

Porque vi mi cuerpo, inerte, recostado en mi cama.

No dormía, ni estaba despierto.

Era como si flotara,

Entre lo real e irreal.

        “Y me fui feliz en pos de la eternidad

        Con mi compañera, mi Soledad”.

              No dormía… ni estaba despierto.

LOS VIAJES ASTRALES… ¿FICCIÓN O REALIDAD?

Autor... Michaelangelo Barnez Para empezar diré que los Viajes Astrales son experiencias extraordinarias en donde el espíritu, alma, ánima...