Hola, mi nombre es Albert y les quiero contar una increíble historia…
Eran las 08.15 del viernes de una noche lluviosa. Me había detenido en una estación 7-Eleven de gas, en mi camino a la ciudad de Brentwood desde Long Beach, antes de entrar al Freeway. Allí, además de llenar el tanque, compré unas golosinas, chips, dips, vino y cervezas. Una vez de regreso al volante enrumbé con dirección al norte, a ver a mi amada, Brenda.
Con Brenda, una cirujana plástica de 35 años, alta, de cuerpo bien formado por la cultura de la dieta y los ejercicios matutinos; de rostro sensual, fino y simétrico, acorde con su profesión; de cabellos marrones y ojos verdes; y con una piel ligeramente bronceada y bien cuidada, habíamos empezado una relación hacía ya un poco más de un año, luego de haberme solucionado un terrible problema de pequeñez viril, que lamentablemente no pudo salvar mi primer matrimonio, porque amor y respeto ya habían desaparecido de esa relación. Brenda también era divorciada, de su marido y socio de la clínica plástica que ambos dirigían; porque él, definitivamente, no quería tener hijos, y ella sentía que pronto sería físicamente incapaz de tenerlos… y los quería, al extremo de llegar al divorcio.
De esa manera, ambos confluimos en el mismo mar de la soledad desde diferentes vertientes del fracaso amatorio, factor que no hubiera sido suficiente para que empezáramos una relación, si no nos hubiéramos gustado desde un principio, cuando nos vimos en su consultorio, restringidos por un compromiso conyugal que , aunque colapsando, debíamos respetar. Gusto que se desbordó cuando ya nada se interpuso entre nosotros. Así nació, poco a poco, este sentimiento compartido.
Las fiestas y las celebraciones de los “viernes de corrupción” ya habían quedado atrás en la relación que estábamos construyendo, y si no vivíamos junto aún era porque simplemente queríamos conservar nuestra independencia hasta el momento definitivo, y además porque Brenda quería esperar la boda para inaugurar la casa que ya teníamos lista. ¿Y el sexo, también esperó? No, en absoluto. Eso lo hicimos desde el primer momento que estuvimos informalmente libres y después de unos abrazos y besos, ya sea en su departamento, en el mío o en algún hotel cuando salíamos fuera de la ciudad los fines de semana… Sin embargo, ella se cuidó de no concebir todo ese tiempo, hasta estar segura de que yo sería su hombre de toda la vida y un buen padre de sus genes, heredados y compartidos en un nuevo ser. Por eso, sexo, boda, matrimonio no eran prerrequisitos para una vida familiar compartida… y ella lo sabía. Por eso, esa mañana me había llamado a mi oficina.
“Sí, Albert. Estoy lista, quiero concebirlo esta noche”.
Mientras conducía por la vía libre, muchos recuerdos vinieron a mi mente. Recordé mis fallidos esfuerzos por embarazar a la mujer de mi primer matrimonio, y la subsiguiente secuela de pleitos y frustraciones por mí pequeñez física y, consecuentemente, la depresión extrema de perder toda posibilidad de erección ante ella. Trauma sicológico que ni el Viagra lo solucionó, porque el problema ya no era físico sino mental. “Tiene que operarse… -me dijo el psicoterapeuta que me trató, y añadió-… es la raíz de todos sus males. Con un órgano de tres pulgadas serás muy infeliz el resto de tu vida, pero, afortunadamente, ahora existe la cura.” Y me envió a ver un cirujano plástico: Brenda. Ella, gracias a su pericia quirúrgica, solucionó el detalle físico añadiendo 6 más de los pocos que tenía. “¿No será demasiado, Doctora?” Le dije cuando hablamos en la consulta previa a la operación. “No. Nunca es demasiado, pero te aconsejo prudencia y cuidado en tus relaciones. El tamaño es importante para la fecundación, pero no es todo, porque para el goce existen muchas otras formas de lograrlo”. Luego, meses más tarde, ella me arregló el corazón y mi orgullo propio también con una ternura que devino en amor verdadero.
También vino a mi mente la responsabilidad que iba a asumir. Un matrimonio en sí, lo podía romper cuando me viniera en gana, es un decir, repartir los bienes adquiridos y luego marcharme. Pero el procrear a un nuevo ser de mi propia sangre y carne era algo abismalmente diferente. Que, una vez creado, pensaba, jamás podría retirar mis genes de él o ella, y, consecuentemente, la responsabilidad de su crianza, educación… y el amor, en ese proceso. Claro está que esto se cumple si es que, como padre, era un ser humano… o animal, porque ni estos abandonan a sus crías.
Sin embargo, esta responsabilidad no me abrumó en absoluto, sino muy por el contrario, me hizo ver la vida en una perspectiva de un futuro mejor. Sí, realmente nunca había hecho el amor de una manera racional; es decir, consciente y deliberadamente para procrear, a excepción del traumático momento que ya les conté, sino simplemente llevado por la pasión del momento y el puro placer… al menos, el mío. ¿Y los orgasmos de mi pareja de turno? Mmm… No me cabe la menor duda que muchos fueron fingidos, sin contar los que conseguí por otras mañas y artilugios, si es que me lo permitían, porque de duro y durar no era de menguar.
Luego pensé en Brenda, y la imaginé como la pareja que completaba mi vida. La vi perdiendo su delicada figura en unos meses debido al embarazo. Y la valoré en otra dimensión, algo que nunca había hecho con nadie, y era por la manera tan especial de decirme: “Te amo”, al estar dispuesta a crear algo mío muy dentro de ella. Sí, la amaba y estaba seguro que ella también me correspondía.
El letrero verde con letras blancas de: “Salida a Brentwood… a 1/2 milla”, me hizo ser más consciente de la conducción de mi camioneta. Giré a la derecha para salir del Freeway, pero la pista mojada estaba muy resbalosa por la primera intensa lluvia de la estación de invierno e hizo que mi vehículo patinara como un trompo, chocara contra el borde del alcantarillado y saliera del camino, para ir dando tumbos sobre el gramado de la rampa de salida, hasta que se detuvo.
“Oh, dios. Felizmente no me volqué, hubiera sido fatal.” Dije, intentando encender el motor nuevamente… y feliz de la vida me fui a hacer el amor… y procrear a mi hijo.
Nueve meses después sucedió lo previsto: “Un hombrecito, es un hombrecito…!!!” dijo la Dra. arropando al recién nacido, entregándoselo a la sufrida madre, mientras yo observaba en silencio desde un rincón de la sala de partos.
“Te llamarás como tu padre, Albert… -le dijo Brenda a su pequeño, y con lagrimas en los ojos añadió-… Desearía que estuviera aquí. Él hubiera sido muy feliz de verte nacer y tenerte entre sus manos…”.
2 comentarios:
Desenlace estupendo, aunque triste ...
Me hizo evocar a las películas Ghost, Sexto sentido. Dejo mis felicitaciones a Miguel Angel por su inspirada creatividad. Soy argentino. My name is Hugo ... Nos conocemos de otros foros. un
Gracias Hugo, por la lectura y las palabras que demuestran tu paso.
Saludos
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