Hola, mi nombre es Miguel Ángel
Burronotty y por una estúpida razón, que creo que Uds. adivinarán, me puse a
pintar. Dibujé muchas cosas siguiendo las escuelas que marcaron los grandes
maestros, especialmente mi homónimo, pero que llegaron a ser nada porque
siempre quise, como ellos, decir algo muy obvio.
Luego de un corto entrenamiento
empecé a dibujar de verdad. Por eso hice el dibujo de un caballo a puro
puntitos de colores que me gustó mucho, porque obviamente se veía como un
caballo y no otra cosa.
Mi agente artístico lo miró y me
dijo:
“Mmm… No sirve, esto ya lo hizo
Paul Sinac… y un millón veces mejor.”
“Damn it…” murmuré como respuesta.
Días después, sin desanimarme,
traté de inspirarme y hacer algo nuevo, pero el puntillismo, como un pájaro
carpintero, seguía puntillándome el cerebro. Así que, para variar, busqué un
pincel más grueso y una espátula delgada, y dibujé, con trazos más grandes, un
burro esta vez. Al borrico lo iba a plasmar en su máxima expresión artística
XXX, pero mi falso pudor pudo más y no me lo permitió. Como sea, al terminar me
limpié las manos, los pinceles y las espátulas con un trapo del sobrante de un
lienzo, y contemplé mi obra de arte: El bendito Burro.
Cuando llegó mi agente lo miró de
orejas al rabo, y tímidamente me dijo, rascándose la barbilla:
“¿Autorretrato...?”
“Fuck you!!!” le respondí.
“Mira, Miguel Ángel… -empezó a
decirme el agente, haciendo un gran esfuerzo en pronunciar mi nombre sin
insultar al Maestro-… Tienes que crear algo con estilo propio y no imitar a…
-y, mirando al pobre burro, balbuceó el nombre de mi mentor de turno-… Monet…
u otros”.
Cuando el agente se marchó, cerré
mi taller de pintura DE ARTE, y escribo “de arte” en mayúscula para que no se
confundan y piensen que allí arreglo y pinto autos viejos o chocados, no, no,
no. Bien, pero les decía que cuando se fue el H de P, quedé sumido en una
depresión muy brava. Cerré mis ventanas y corrí las cortinas porque la luz del
día me mortificaba, y así dormí cerca de tres días con sus noches sin poder
diferenciarlas, hasta que me despercudí de la modorra y busqué otra solución a
mi tristeza artística. Por eso salí a la calle y me fui directamente al bar de
la esquina, cuyo rótulo a las justas decía: “Contra…tura” en donde se
había desdibujado la sílaba intermedia “cul”, la que nunca arreglaron
porque así la confundían con la “na”, lo que comenzó a traer más clientes.
Este era un antro etílico en donde se reunían poetas, pintores, escultores y
otras alimañas subversivas al aseo y los parámetros de la urbanidad, para
ahogarse mancomunadamente con el licor más barato y mortal, y divagar acerca de
sus desventuras creativas. Por una fuerza instintiva, que no comprendía ni me
esforzaba en hacerlo, tenía el deseo de ahogarme con ellos también, a pesar de
que el lugar en sí me repugnaba. Eso sí, antes de entrar a esta pocilga de
artistas, ajusté bien la hebilla de mi pantalón y el cierre de mi bragueta,
porque allí, luego de unas copas, algunos susodichos se ponían muy afectuosos
y, cambiando de arte, quería practicar el sodómico arte culinario o
lingüístico… fuchi!!!
Al día siguiente desperté en mi
cama, sin saber cómo demonios había regresado, con un dolor de cabeza, la
de arriba, por si acaso me malinterpreten, y una fuerte presión en la de abajo.
Entonces la conciencia me vino como un rayo y abrí los ojos pensando lo peor, y
descubrí un bello rostro de mujer frente a mí, dormida, quien tenía aún
atrapada mi pincelito en su pretendido intento de devorarme, antes de quedarse
dormida. ¿Dije mujer? Sí, pero no me constaba. Así que, con sospecha y cierta
repulsión, me liberé de… ¿ella?, ojalá, y fui a constatar para salir de la duda
antes de bañarme con gasolina. "Uf" suspiré, ya que lo que vi
me agradó. No tanto por lo explícito y exquisito del panorama, sino porque la
bella era realmente bella.
Contento de haber despejado la
repentina incógnita, me levanté y fui a darme un baño de ducha fría, luego
preparé café y huevos revueltos con papas fritas y chorizos.
Cuando estuvo todo listo, mi
hermosa fémina se hizo presente en el comedor, con el cabello aun húmedo del
baño y totalmente desnuda, en un ambiente muy natural, que a mí me produjeron
muchas ideas ¿pecaminosas? No, sino artística. Sí, allí, frente a mí, estaba no
solo la fuente de mi inspiración, sino mi modelo también.
Tan pronto terminamos el Brunch, "desayuno tarde" para los que no entienden, serví dos vasos de vino y encendí unos cigarros de yerba bendita. Yo estaba listo y ella, después de dos chupadas profundas, al cigarro, mal pensados, adoptó todas las
poses que le pedí, no, no en mi cama, sino en el taburete del taller de pintura,
desnuda y vestida, sumisamente a mis órdenes. Y yo, paleta y pincel en mano,
rodeado de múltiples envases de pinturas óleo con los colores primarios, me
puse mezclarlas en mi paleta y a pintar muchos lienzos de diversos tamaños y
texturas.
Pinté como un loco, limpiando mis
manos, mis brazos y mi cara manchados con los óleos, además de los pinceles y
espátulas de diversos tamaños cada vez que quería mezclarlas para lograr un
nuevo color y tonalidades. Así, extasiado por el licor de la adrenalina de la
creatividad, pinté una mujer desnuda tendida sobre en un cómodo sofá y que reposaba
sus manos detrás de su cabeza. Hice otra a cubitos de colores acompañada de
tres músicos. A otra la retorcí al lado de un reloj doblado colgando de la rama
de un árbol. Otra más, la dibujé con el rostro asustado, con sus manos en ambas
mejillas, cuando cruzaba un puente; muy parecida a la imagen distorsionada de
un espejo malogrado. También hice otra en donde mi bella modelo tenía un cuello
largo como de una jirafa. No me gustó. Entonces, finalmente, vestí a la modelo,
le puse un collar de perlas y al dibujarla como un retrato, solo alargué su
cuello.
No sé cuándo terminé de pintar,
solamente recuerdo que mi paroxismo creativo terminó en el vientre de ella… y quedé
dormido.
Al día siguiente, mi adorable
modelo se había marchado, no sin antes haber arreglado todo con un meticuloso
aseo. Los envases de pinturas estaban en orden. Mis cuadros iban de acuerdo al
tamaño del lienzo, colocados del más grande al menor, mis pinceles y paletas
muy limpios, e incluso, hasta el trapo de limpieza estaba en un caballete.
Cuando mi agente llegó, se paseó
por el taller, parándose frente a cada cuadro de pintura para observar
detenidamente, mientras yo aguardaba como araña colgada de la cúpula de la
Sixtina.
“Este no sirve… Goya ya lo hizo.
Este tampoco… Picasso ya lo hizo. Este, menos… Dalí ya lo hizo. Este… luce como
una extraterrestre asustada… Mmm, ya lo hizo Munch”.
El bendito agente sabía bien su
trabajo o mis trabajos era más obvio que perra en celo. Pero aún quedaba lo que
yo consideraba mi obra monumental: la mujer del collar y el cuello largo.
“Mmm… -le escuché susurrar al
agente, y pensé que era el sonido del aprecio, pero cruelmente dijo-… Este,
este… es un Modigliani: Miguel Ángel, por favor…”
El agente iba a continuar
hablando, despotricando de mi creación artística, haciendo trizas el poco
orgullo que me quedaba, pero se quedó callado, mudo, y con los ojos muy
abiertos. Este había dado unos pasos hasta llegar al frente del caballete en
donde pendía el trapo de limpieza de mis manos y pinceles. Y allí, con los ojos
desorbitados al punto de salir y caer, se hincó de rodillas, me miró con la
boca abierta y balbuceó:
“Maestro, maestro Miguel Ángel,
con esta pintura superas a Jackson Pollock… -y mirando al cielo levantó los
brazos para decir fervorosamente-… Dios mío, te agradezco que me enviaras a un
genio y sea yo quien lo descubriera”.
Así, después, busqué quién era
este bendito Jackson Pollock y sus pinturas, porque mi rudimentario y
superficial conocimiento del arte empezaba y moría en los maestros clásicos, y
encontré lo que jamás podré entender, pero sí respetar.
Uds. no van a creerlo, pero me
dieron varios millones de dólares por el trapo sucio. Así, seguí pintando lo
que me gustaba y expresaba algo para mi entender, pero con un máximo cuidado
guardaba los lienzos de limpieza; los que periódicamente mi agente recogía para
exponerlos y venderlos.
Pintura de Jackson Pollock...
Nota: Era muy obvio que este Miguel Ángel de marras se aprovechaba del mercado que le ofrecía una moda, y pertenecía a esa gran masa de la población que no lograba percibir el universo subjetivo que nos rodea. Del que solo unos pocos, relativamente, pueden acceder y, por lo tanto, disfrutar verdaderamente. Algo así como lo eternizó Modigliani, mucho antes del boom de lo que hoy vemos en el arte plástico: “Cuando conozca tu alma, pintaré tus ojos” o “¡Pinta lo que nadie ve!”.
Para entender a Pollock les recomiendo ver...