Este es un cuento del género literario erótico. Use su libre albedrío para leerla.
Iba a 80 KPH por la carretera Cabrillo Hwy, la que antes era la Pacific Coast Hwy, también conocida como la Carretera Panamericana, en mi Mustang convertible de color rojo, un Clásico del 69’, que llenaba la egolatría de mi orgullo juvenil que aun sobrevivía dentro de mí después de 50 cumpleaños. Mi última parada había sido hacía media hora en una estación de Servicio de Gas a la salida del pueblo de San Luís Obispo en California, y ahora me dirigía al siguiente pueblo, Carmél Del Mar, en donde pasaría la noche, al día siguiente partiría después del desayuno, al destino de mi viaje, San Francisco, dispuesto a no detenerme hasta llegar allí.
Por supuesto que ir en avión resultaba mas conveniente para el viaje de negocios que hacía. Hoy, temprano en la mañana, había recibido la llamada telefónica de la empresa Urbanizadora “California Developers Inc.” anunciándome que había ganado la licitación para construir 150 casas en la ciudad de Mill Valley, en los suburbios de San Francisco, y que me esperaban en sus oficinas al día siguiente para la firma del contrato y de los papeles del seguro. Este era un contrato que había perseguido por casi todo un año y que, finalmente, se resolvía a mi favor.
Pero existía un problema, y éste era que me encontraba muy mal de los nervios debido al estrés sufrido desde nuestra llegada a California. Ya eran quince años que no tenía un periodo de vacaciones real que me alejaran de las planillas de los trabajadores, los presupuestos de materiales, las inspecciones, los plazos del término de las obras, las nuevas propuestas y además, por si todo esto fuera poco, de los pagos de los créditos financieros de la empresa. De otro lado, en el seno familiar, los problemas ocasionados por la crisis de la adolescencia de mis hijos me estaban destruyendo.
Por eso había elegido hacer éste viaje por carretera, a través de una ruta de más de 600 Kms. que me llevaría por los extraordinarios escenarios de la costa del Pacífico, entre Los Ángeles y San Francisco, calificados como los mas hermosos de la Tierra. Travesía de evasión que necesitaba recorrer, como un pedido a gritos, para liberar mi mente del estrés en que me encontraba, en un viaje que a mi elección duraría 24 horas, en vez de las 7 ú 8 habituales por la Carretera Interestatal #5. La otra opción, como dije, era ir en avión en compañía de mi esposa, ya en San Francisco hacer algunas compras y cenar en un bonito restaurante, pasar la noche, y al día siguiente, firmar el contrato, almorzar con mi esposa, tomar el avión de regreso y en la noche cenar en casa. No, realmente esa ya no era una opción porque sentía que había llegando a mi límite.
No conducía a demasiada velocidad para gozar del escenario que, de manera interminable, se abría ante mis ojos kilómetro tras kilómetro. Por momentos cruzaba un bosque a través de una carretera rodeada de pinos, a ambos lados de ella, de un agreste valle y colinas. Para luego llegar a una zona en donde tenía, a mi derecha, las agrestes colinas de pinos, y a mi izquierda, la majestuosidad del océano Pacífico formando playas de arena blanca o golpeando acantilados de rocas multicolores. El aire revolvía mi cabello y llenaba mis pulmones con la brisa, sino del aroma de la resina de aquel hermoso bosque, era con el característico olor salado del mar o su mixtura.
Paré repetidas veces a lo largo de la carretera con el solo propósito de admirar la hermosura de la naturaleza. Estiraba las piernas y brazos, y así provocaba que una carga extra del aroma natural que me rodeaba entre a mis pulmones, hasta que la pureza del aire me hiera las sienes. Exactamente como cuando llegué a una paradisíaca playa poco antes del pueblo de “Carmél by the Sea”, lugar en donde había decidido pernoctar.
Es muy posible que mi estado de estrés agudizara mis sentidos y hacía posible la evasión que tanto necesitaba, porque lo que veía, si era algo común y corriente, a mí me resultaba celestial. Allí, yo estaba parado sobre una playa de arena blanca y gruesa, no muy amplia, de unos 500 mts, puesto que en ambos extremos había un conglomerado de grandes rocas oscuras las que funcionaban como natural rompeolas, y hacían que el agua del mar llegara suavemente a la orilla, para morir casi a mis pies empujando algunos muimuis, yuyos y pequeñas conchas. Al frente mío, en un dorado firmamento, estaba el majestuoso astro Rey a punto de irse a dormir en las entrañas del horizonte. ¿Qué más podía pedirle a la vida con semejante visión? Cerré mis ojos, aspiré la brisa del mar y extendí mis brazos para recibir la energía de la naturaleza, y luego de unos instantes volví a abrir mis ojos.
Entonces una idea cruzó mi mente en medio de la dicha que me producía apreciar tal panorama, la que se convertía en placer en mi alma, y murmuré: “Qué hermoso… qué hermoso… no me importaría morir ahora mismo” y sentí el tibio y agradable bálsamo de la energía solar sobre mi cuerpo.
De pronto, me di cuenta que alguien salía del mar, casi a cien metros de la orilla, con el agua hasta su cintura.
“¿Será un buzo aficionado?” me pregunté debido a la oscura apariencia de la silueta que venía hacia mí, a contraluz del atardecer.
No, no era un buzo; me percaté cuando estaba más cerca. Era una mujer muy blanca, cubierta de velos de color negro que revelaban su bien formada silueta debido a que estaba empapada de agua. Definitivamente esa era una inesperada y extraña visión.
La mujer pasó por mi lado y ambos sonreímos mutuamente a manera de saludo. Vi sus ojos marrones, sus finas cejas, sus labios delgados y el pequeño lunar que la adornaba, la palidez y madurez de su rostro, y la armonía de sus facciones que en su conjunto la hacían bella. Y cuando pasó, no pude resistirme al deseo de voltear y admirar el contorno y el vaivén de sus caderas en el esfuerzo que sus piernas hacían por vencer la dificultad de caminar sobre la arena.
La misteriosa mujer se alejó de la playa, cruzó la carretera, pasó al lado de mi auto y se perdió en el bosque de pinos. Yo la seguí con la mirada, como hipnotizado, hasta que desapareció. Entonces descubrí que entre los árboles, a media altura de la colina, había casas con chimeneas humeantes. Lo que inmediatamente me justificó, en mi lógica, su entrada en el bosque.
La experiencia duró escasos minutos, pero había logrado bloquear mi conciencia del entorno en donde estaba, hasta que una gran ola golpeó las rocas y el sonido me previno de que ésta vez al agua llegaría con más fuerza hasta donde estaba parado, haciéndome olvidar a la hermosa y misteriosa mujer de velos negros.
Miré mi reloj, “Las 7:45 p.m.” me dije mientras retrocedía un poco para alejarme de la orilla, sin ningún apuro, y me dispuse a disfrutar de la puesta del sol, del moribundo verano en esa solitaria playa.
Fueron casi 15 minutos de un deleite divino el apreciar como cambiaba el color del mundo que me rodeaba, mientras se iba ocultando el astro rey. De pronto, unas lágrimas rodaron por mi mejilla, y mi alma se sobrecogió. Realmente no supe porqué lloraba, si por algún problema en particular o por los miles que tenía, sin solución.
Soy un mediano empresario en la industria de la construcción que hace poco dio un salto cualitativo, para transformarse desde uno pequeño, con casa propia y sin deudas, a otro más grande pero con una hipoteca en su casa y un millón de dólares en créditos, sin otro respaldo que su propio trabajo. Empresa de alto riesgo que sobreviviría a condición de estar en full operación por espacio de dos años ininterrumpidos. Por lo pronto, el contrato que firmaría mañana me daba un respiro por un año, pero mi salud mental no.
Sí, definitivamente estaba atravesando por un estado psicológico especial, debido al estrés, que me ponía al borde de un colapso nervioso que se manifestaba a través en una híper sensibilidad de mi espíritu. La prueba de esto era simple: jamás en mi vida la belleza de un escenario me había conmovido hasta las lágrimas, pero hoy, sí.
Regresé a mi Mustang caminando despreocupadamente, ahora absorto en mis ideas, respirando profundo, sin ni siquiera percatarme del tráfico de la carretera, aunque muy escaso, en la casi penumbra del anochecer. Encendí el motor y me dirigí al pueblo de Carmél, al hotel “Cypress Inn” en donde ya tenía una habitación reservada.
“Carmél by the Sea” o simplemente Carmél del Mar es un hermoso pueblo en la costa del pacífico, un pedazo del cielo reconstruido en California. Llamarla ‘ciudad’ sería un insulto a la voluntad de sus pobladores en conservarla sin edificios de arquitectura moderna, mayores de dos pisos o que rompan su típico estilo californiano. Pueblo que era un relativo lugar secreto de muchos turistas, que saltó a la fama cuando uno de sus humildes pobladores, la estrella del Cine, Clint Eastwood, fue electo como su alcalde.
Una vez que me alojé en el hotel y me di un refrescante baño, salí a comer.
“Que restaurante me recomiendas” le dije al encargado en el lobby, mientras salía del hotel.
“Depende de que quiera comer, señor” respondió amablemente.
“Mexicana, comida mexicana” le dije.
“Entonces vaya al Club Jalapeño, está a sólo unos tres blocs desde aquí, en la calle San Carlos, entre la 5ta y la 6ta”
“OK, gracias” y no necesité más referencias, el lugar y el nombre del restaurante, de por si, me anunciaba una buena comida.
Comí poco y muy despacio, de unos Burritos al Pastor y ensalada, y cuando bebía un White Zinfandel del Valle de Napa, con la pereza de un rey, vi aparecer por la entrada del restaurante a la misma misteriosa mujer que había visto en la playa esa misma tarde. Mujer a quien reconocí a pesar de que lucía totalmente diferente. Ahora vestía un no muy ceñido y elegante traje de colores con escote, que dejaban ver sus hombros, con mangas que cubrían sólo sus brazos, y de una sola pieza. Caminaba sobre tacones altos, los que le provocaba un delicioso andar ondulante. Su cabello marrón oscuro, ahora seco y vaporoso, se partía ligeramente en el centro de lo más alto de su persona y no llegaba a sus hombros.
Nuevamente venía hacia mí, pero a diferencia de la vez anterior, su vestido y los tacos altos le daban un glamour muy elegante a su figura. Su cabello, que conjugaba con sus ojos, acrecentaba la angelical palidez de su piel, en cuyo rostro, que ahora sí llevaba un ligero maquillaje, resaltaba su hermosura. Sí, eran exactamente la expresión de su rostro y sus detalles simétricos los que habían quedado grabados en mi mente y me permitieron reconocerla.
Sus ojos oscuros, sus cejas pobladas pero bien delineadas por una detallada depilación a lo largo de la línea natural de la protuberancia ósea; de pómulos suaves en mejillas anchas; de nariz pequeña y aguda, y labios finos adornados por un cercano lunar, denunciaban una armonía greco-romana, en donde lo único artificial eran los dos aretes dorados que se balanceaban en los carnosos lóbulos de sus orejas.
Todos esos detalles físicos, conjugados de una manera particular, la hacían entrañablemente hermosa para cualquiera, pero para mí, extremadamente cautivante. ¿Era joven? No. No lo era. Era una mujer madura que estaba en el límite justo entre la lozanía y lo que iba a ser muy pronto un imperecedero recuerdo de ella. ¿Pero si sólo la había visto por un instante en la playa, y ahora, luciendo totalmente diferente, como era posible que la haya reconocido inmediatamente?
Claro que no venía exactamente hacia mí, sino que pasó por mi lado, pero justo en ese instante, cuando estábamos lado a lado, giró su rostro, me miró y ambos nos sonreímos. Sólo fueron segundos, pero ésta vez no fue la cortés mueca de la playa, sino un: “Hola ¿Cómo estás?”, mudo y tierno. Esta vez también volví a seguirla con la mirada, embelesado con su cimbreante andar, sosteniendo mi copa de vino, hasta que se sentó en la silla alta del bar, me volvió a mirar, muy segura de que yo la observaba, y me hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza como diciéndome: “Aquí estoy!”, mientras su angelical sonrisa me invitaba a acercarme.
Permanecí sentado, mejor dicho, clavado en mi silla, sin animarme a aborda a la extraña mujer que ya me había atrapado.
Debo confesar que no tengo destrezas en el arte de flirtear, y que si alguna vez la tuve, esto fue en mi adolescencia pero que hoy no quedaba ni rasgos de ella. Mi masculinidad en estos casos, en que una mujer que me gusta me envía señales de aceptación, me convertía en un tigre que queriendo atacar a su presa no podía por carecer de garras y colmillos. Y no precisamente por principios morales o valores de fidelidad, sino que después de casi 25 años de comer plácidamente en casa, sin esfuerzos y hasta saciarme, me habían convertido en una fiera domesticada que había perdido su natural destreza de depredar a su víctima.
Abstinencia al adulterio que quebré una sola vez en mi vida, debido a un malintencionado comentario de una mujer que tenía todos los atributos para justificar el pecado, pero a quien intencionalmente yo eludía, sumido en la sempiterna duda de quedar en ridículo ante una eventual negativa.
“¡¡¡Es un maricón!!!”, le escuché decir a esta fémina, providencialmente, cuando le contaba a una de sus más íntimas amigas, quien le había preguntado acerca de mi reacción a sus insinuaciones. El comentario hirió en lo más profundo de mi masculinidad, porque venía de una mujer de temperamento voluptuoso y aparente entrega a mí. Siempre pensé que mis principios estaban muy por encima de mis instintos, pero no fue así. La fiera machista rugió en mi interior y la ataqué tantas veces que logré despedazar a mi presa, haciendo con ella hasta lo que nunca hice con mi mujer, y así quedó convertida en un guiñapo de carne, esclava de mi voluntad y su propia lujuria. ¿Y luego qué? Luego vino el sádico castigo de ignorarla y el olvido.
Convertido nuevamente en oveja y de regreso a los límites del dorado redil, sufrí el torturante acoso de llamadas por teléfono, a todas horas del día y la noche, a mi oficina o al seno de mi hogar, de una mujer obsesionada por el sexo, el capricho o el amor, no lo sabía ni me importaba. Pero su impertinencia no cesó hasta el extremo de que mi esposa se dio cuenta de la embarazosa situación en que me encontraba. Pero ella reaccionó inteligentemente, y no como una mujer celosa, he hizo dos cosas: no me dijo nada e ignoró las llamadas, lo cual me ayudó a salir del problema.
Pero ésta noche era totalmente diferente. En el pueblo de Carmél Del Mar, en el bar del restaurante de comida mexicana, frente a mí, estaba una hermosa y totalmente extraña mujer que me cautivaba, quien habiéndome enviado evidentes señas amigables no había despertado en mí la libido de poseerla, sino embrujado por querer conocerla, hablarle, sonreírle y si era posible pasearme con ella… Sí, lo máximo que mi imaginación de hombre había reproducido en mi mente era la visión de que caminábamos tomados de la mano por la orilla del mar.
Situaciones parecidas a ésta me habían sucedido anteriormente, por lo general estando acompañado de mi esposa, lo que justificaba mi inacción. Claro que su presencia era un buen pretexto para comportarme como un fiel marido, porque la realidad era como ya les he contado. Pero ahora estaba solo y en busca desesperada a una evasión al estrés que padecía.
Pero, así, los minutos pasaban haciendo mas espesa mi indecisión.
Vi como el barman la atendió con un vaso de agua mineral, la vi beber delicados sorbos y la imaginé besando mis labios, y me inhibí aún más, mientras mi botella de vino ya estaba por expirar su última copa.
“Terminando de servirme esta copa me acercaré a ella” Me prometí a mí mismo cuando vaciaba la botella hasta su última gota, mientras en mi mente se reproducía la imagen de la ilusión de un galán acercándose hacia la dama de su pretendida conquista. No bien acabé de servirme me asaltó la ‘sensatez’ para hacerme ver lo ridículo de mi pensamiento, y quedé paralizado, mirando el rosado claro de mi White Zinfandel del Valle de Napa en mi copa.
Lo que pudo haber sido una agradable experiencia se había convertido en un asfixiante dilema que resolví de la manera más fácil: Renunciar a todo intento.
Bebí mi copa de vino y como ya había pagado la cuenta me dispuse a salir, ahora ya tranquilo al haber tomado una resolución. Dejé la copa vacía, me incliné ligeramente hacia delante y con las manos sobre la mesa me ayudé a levantarme, mientras mis piernas empujaban la silla hacia atrás.
Quedé erguido y a punto de caminar el corto tramo que separaba mi mesa de la salida, cuando sin proponermelo volteé a mirarla.
Su rostro me sonreía y sus ojos clavados en mi persona irradiaban un magnetismo especial. De pronto, sin pensar que hacer, me acerqué a ella. Perdón, decir: ‘me acerque a ella’, es sólo un recuento a posteriori, ya que no recuerdo haber dado los diez pasos que me separaban de ella.
Tampoco recuerdo mis primeras palabras del forzado diálogo entre desconocidos cuando inician una conversación. Sólo recuerdo su voz y las breves palabras que me dijo como si hubiera sido un monólogo.
“¡Hola!” me dijo, y vi en sus ojos la alegría de tenerme cerca.
De pronto vi que sonrió angelicalmente a algo que dije, palabras que resonaron ininteligibles en mi interior.
Dije algo más y ella volvió a reír. Esta vez vi las dos filas de perlas que asomaban entre sus labios, y tomó, por un brevísimo instante, mi brazo con toda confianza.
Volví a decir algo más mientras giraba mi rostro, sin un propósito premeditado, y me descubrí reflejado en el espejo del bar junto a ella. Lo que vi me sorprendió, porque me advertí dueño de una situación que en algún lugar de mi personalidad temía, pero que ahora ya era historia. Entonces la vi inclinarse hacia mí y reposar su frente en mi hombro como desmayando de la risa que le provocaba. ¿Qué le habré dicho? No lo sé, pero funcionó.
Cuando se repuso nos miramos a los ojos, entonces le pregunté:
“¿Deseas beber algo?”
“¡Sí, una margarita!” dijo con una voz angelical y volvió a posar su mano en mi brazo. Pero esta vez fui consciente de la delicadeza de su contextura física y de la blancura de su piel que resaltaba aún más lo moreno de la mía. Entonces acarició mi mano suavemente y, como descubriendo mis pensamientos, me dijo “No sabes cuanto me gusta el eterno bronceado de tu piel”. Volví a mirar mi mano, la que ésta vez tomaba la suya, y redescubrí los millones de poros que agujereaban mi brillante piel bronceada surcado por los gruesos canales subcutáneos de mis venas.
Increíblemente, el reflejo de mis actos en el espejo me había devuelto la conciencia de lo que hacía.
El joven barman se acercó sonriendo, demostrando que había oído el diálogo.
“¡Mande, señor!” me dijo amablemente.
“Por favor, una Margarita de fresa para la señorita y un ‘Tequila Sunrise’ para mí!”.
“¿Desea que le sirva aquí o el patio?… Tenemos allí a un cantante de música mexicana en este momento!”, comentó amigablemente.
“Que sea en el patio por favor!” le respondí sonriendo, y salimos a sentarnos en una de las mesas de madera y sillas de paja, en el típico estilo rústico, de un amplio patio-jardín que estaba en semi penumbras, de baldosas de cerámica roja, en donde destacaba una fuente de agua en la parte central; al fondo, sobre un iluminado escenario, un señor de mediana edad cantaba en español acompañándose con su guitarra.
Cuando la brisa golpeó mi rostro y me senté frente a ella me vino una ráfaga de conciencia plena, como hombre fiel y casado, de la situación en que me encontraba, pero tan pronto como encontré sus ojos mirando a los míos, la cordura racional volvió a desaparecer y me dejé llevar por la espontaneidad de mis actos interactuando con los de ella.
No sé exactamente cuánto tiempo estuvimos conversando en la semipenumbra del patio, abriendo nuestros espíritus. Me contó la experiencia de su primer amor con palabras que creí reconocer como una historia también mía. “Entonces mi alma era cándida y pura, con tanto anhelo como temor viví mi primer amor…!” Me dijo casi en susurros.
Yo le confesé mi eterno dilema de iniciar una conversación con una bella mujer en un lugar publico “Como tú, cuando estabas en el bar, yo padecía lo indecible para acercarme a ti…!”.
A lo que ella respondió inmediatamente, diciéndome mientras reía “Y yo rogaba para que vinieras…!”.
Y así, aquellos escasos minutos, en el patio del restaurante de comida mexicana, se iban haciendo mas íntimos, mas tiernos, dándonos la ilusión de que nos conocíamos desde siempre.
Por momentos ella tomaba mi mano y acariciaba mis nudillos, introduciendo sus dedos entre los míos. En otras, era yo quien seguía los surcos de su palma como queriendo descubrir sus secretos, pero eludiendo adivinar el futuro.
Cuando salimos del restaurante a la calle yo la llevaba de la cintura y ella reposaba su cabeza sobre mi costado.
“Llévame a la playa!”, me pidió mirándome a los ojos, y en su mirada me prometió la felicidad.
“Okey, Liola, pero primero vamos a mi hotel!” le dije susurrando, pronunciando su nombre por primera vez, sin recordar el momento que me lo dijo.
Caminamos despacio, debido a los tacos altos que usaba, por las calles iluminadas de la luz ámbar de los postes con dirección a mi hotel y, sin entrar en él, fuimos al parqueadero en busca de mi Mustang convertible.
Así llegamos, sino al borde mismo de la playa, a un camino muy cercano a lo largo de este, llamado Scenic Road. Nos quedamos allí, admirando a la luna y a su reflejo en el mar, en silencio, arrullados por la melodía que producían las olas al reventar cerca de la playa. Pasaron los minutos y el silencio entre nosotros no nos incomodó, menos aún cuando entrelazamos nuestras manos.
“Ayer llegué a Carmél… y caminé sola por todo este camino… esperándote…!”, Me dijo Liola mirando al mar.
Debo confesar que no tengo el exquisito espíritu de los poetas, ni aprecio el arte barroco en ninguno de sus campos. Como dije, soy ingeniero y he construido, por años, carreteras, puentes y casas, siguiendo normas y medidas exactas. Y cuando escucho a alguien decir lo que acababa de oír de labios de Liola, lo tomo como una simple metáfora que no llego a entender.
“Y vi unos bancos muy bonitos de troncos de madera en los que me imaginé estar sentada contigo!”. Me dijo con su angelical voz, mientras giraba su cuerpo y señalaba un lugar de la playa.
Entonces la miré y aprecié el contorno de su perfecto perfil de pintados de claros y oscuros iluminado por la luna. Ella volteó su rostro hacia mí, me miró por un segundo, entonces me acercó sus labios para que se los besara. Y los besé. Los besé como si fuera un adolescente, y ella me correspondió de la misma candida manera.
Entonces sentí un torrente de energía dentro de mí, que me gritaba que no lo era. Efectivamente, no lo era, ni ella tampoco. Sino todo lo contrario, éramos seres maduros cercanos al punto de un no muy lejano languidecer. Entonces nuestros brazos se entrelazaron con la misma fuerza que nuestras lenguas, en un húmedo beso que evidenciaba nuestro apetito por devorarnos, hasta que descubrimos que los controles de mi auto, entre ambos asientos, nos molestaba para lo que con ansias queríamos lograr.
Dejé de abrazarla y nos separamos, pero no pudimos apartar nuestros ojos de nuestras mutuas miradas, ni soltar tampoco nuestras manos. Realmente estábamos algo incómodos, sentados de lado, pero no nos importaba.
“Dios mio… que bella eres!” le dije, y ella simplemente sonrió realzando aun más su belleza.
“Hoy en la tarde fui a una playa cercana, al sur de Carmél… -me dijo, y añadió-… allí, en la colina y entre los árboles, una amiga tiene una cabaña, pero era en el mar donde quería estar… entonces fui a nadar…!”
Yo la escuchaba con atención, encajando sus palabras en mis recientes recuerdos de esta tarde.
“Pero tenía la obsesiva ilusión, en lo más profundo de mi alma, de que te iba a encontrar allí… Pero la playa estaba desierta… y con lágrimas en los ojos entré al mar, y el agua salada se confundieron con ellas…”
Yo la miraba escudriñando sus ojos, sus labios, su frente, su delicada nariz, sus gestos y los pliegues de la piel de su rostro mientras me hablaba. Y en mi alma me escuché decir: “Dios que sincera y tierna eres… y que sedienta de amor estás!”.
Ya eran varias horas desde que se había iniciado nuestro encuentro, y hasta este instante no había visto ni un solo gesto o mirada que denunciara la falsedad de sus actos o frases. Me miraba y hablaba con la naturalidad de conocerme toda una vida, aunque sus palabras revelaban una tristeza recién superada.
“Pero cuando salí del agua te vi parado en la orilla. Al principio no te reconocí porque estuve enamorada por mucho tiempo de un recuerdo. Hoy te vi más robusto y con la barba encanecida, pero cuando me sonreíste y miraste a mis ojos, vi tu alma. Eras el mismo de siempre… Mi adorado…!”
Liola se acercó nuevamente, rodeó mis hombros con sus brazos y me besó. Nuestras lenguas volvieron a entrelazarse mientras nuestros labios buscaban afanosamente la forma de acoplarse para transmitirnos lo que no podíamos con palabras. Rodeé su cintura con mis brazos, la acaricié y la traje hacia mí, instintivamente, para sentir el palpitar de su vientre junto al mió, y sentí que ella me correspondió levantando una rodilla e intentando apretarse a mí, pero un millón de cosa se interpusieron a nuestras intenciones. Entonces nos calmamos.
“Vamos a mi hotel… -me pidió, y me explicó-… quiero cambiarme de vestido y refrescarme un poco!”.
Repito, en mi vida profesional he construido muchas estructuras de ingeniería, y sé, que lo hermoso de una arquitectura se logra con paciencia, colocando cada ladrillo en su lugar y en el momento debido, en donde antes no había nada. Y si bien es cierto que no soy poeta, tuve el tino suficiente y dejé que Liola escribiera los detalles de las rimas de los versos que nos llevarían inexorablemente al paroxismo del amor.
Sí, no necesitaba ser adivino para saber que esa noche haríamos el amor, ni tampoco tener demasiada experiencia para saber que la mujer que estaba a mi lado era un ser especial, de los que a estas alturas de mi vida no encontraría. Así que fui cauto y condescendiente para dejarme llevar por la mágica partitura amatoria de Liola.
Su hotel, “The Colonial Terrace”, estaba muy cerca del otro extremo del camino en el que estábamos estacionados, y me tomó menos de cinco minutos para llegar al estacionamiento del lugar, aunque tuvimos que caminar casi 20 mts por un camino pavimentado de ladrillos rojos y alumbrados por postes de mediana altura. Por donde Liola caminó descalza, abrazada a mi cintura, riendo a las ocurrencias que brotaban de mi ya afiebrada mente de amante. Así la vi pequeña, sin usar sus tacones llegaba a la altura de mis hombros, lo que me dio una sensación de poder y a la vez de protección sobre ella.
Cuando llegamos a una especie de terraza, frente a la entrada del hotel, nos sentamos en unos sillones, al aire libre, y besándome me pidió que la espere unos minutos. La vi alejarse caminando sobre las puntas de sus pies, sosteniendo sus zapatos en una mano; y la contraluz de las lámparas de neón que alumbraban el lugar resaltó el contorno de su figura, entonces, como un rayo, vino a mi mente su imagen desnuda y quedé embelesado por unos segundos.
Esperé casi 30 minutos. En los que, desde mi cómodo asiento, miré los alrededores y el lugar me pareció divino. Sí, porque éste tenía casas con lámparas y jardines. Luego, simplemente divagué en mis pensamientos. Entonces me asaltó una idea, producto de mi inseguridad emocional y de la extraordinaria personalidad de Liola.
“¿Y qué, si ella no quiere…? ¿Que sólo esté jugando conmigo?... No, no puede ser… Sus ojos, sus gestos, sus palabras casi incomprensibles para mí, y por último, sus besos me demostraba que esto era en serio… ¿En serio?” me pregunté, y estuve a punto de romper el estado mágico que Liola había generado en mi alma, si ella no hubiera aparecido en ese preciso momento.
Fueron escasos los segundos que transcurrieron al verla venir como un angelical fantasma. Vestía totalmente de blanco, un vestido de hilo de algodón de una sola pieza, ajustado de la cintura para arriba, que llegaba a cubrir sus hombros y brazos, y con un escote horizontal que resaltaba sus senos; y abajo, era amplio como un faldón, el que llegaba a cubrir sus rodillas dejando ver sus tennis shoes y medias cortas del mismo color. Además, sobre sus hombros, como un chal, un suéter abierto.
Si las dudas durante la espera habían atacado mi ánimo, fueron sus besos los que se encargaron de renovar la promesa de que íbamos a tener una gran noche.
“Vamos amor… ahora si estoy lista!”, y tomando mi mano me llevó de nuevo por el camino pavimentado de ladrillos rojos y faroles amarillos. Pasamos de largo al lado mi auto, y caminando nos dirigimos a un lugar que ella ya conocía y me había mencionado antes.
Tan pronto como habíamos dejamos la vecindad de casas, Liola se volvió contra mí y en la semipenumbra nos besamos con la misma pasión como lo habíamos hecho la última vez, sólo que ahora, era la ropa que llevábamos puesta lo único que se interponía entre nosotros.
Los besos encendieron nuevamente muestras almas, nuestros labios jugaban a acariciarse y humedecerse mientras compartíamos nuestra misma respiración. Su cuerpo se apretó al mío y logró dibujarse en mi mente coincidiendo lo cóncavo y convexo, sus fisuras y mis protuberancias, y yo, mientras la sostenía con una mano por la cintura, con la otra acaricié suave y lentamente el contorno de sus nalgas y su ya ardiente hendidura.
Liola dejó de besar mis labios para buscar mi cuello, y yo cerré mis dedos en una de sus contorneadas nalgas como queriendo estrujarla.
“Ah…!” gimió, y yo temí haberle hecho daño.
Yo estaba muy inclinado sobre ella, sosteniéndola ahora con ambas manos por la cintura, entonces ella se abandonó, dejó caer su cabeza hacia atrás y me ofreció su delicado cuello, el que besé con pasión mientras una sinfonía de gemidos se entremezclaban con los de las olas de mar. Entonces sentí que sus manos surcaban mi cabello, acariciándome y guiándome a donde quería ser besada, hasta apartarme de ella ejerciendo una presión de una manera casi imperceptible.
Ambos, jadeando de pasión, nos miramos a los ojos, y la luz de la luna me permitió constatar el estado de embriaguez, compartido, en el que nos encontrábamos como producto de estar bebiendo a sorbos el cóctel de las hormonas del amor. Y nos calmamos, mutuamente, con suaves besos porque que sabíamos que la noche daba para más… Mucho más.
Caminamos nuevamente por el Scenic Road en busca del lugar al que Liola quería llegar, y en el trayecto volvimos a repetir los besos y caricias que nos volvieron a encender porque ya éramos adictos el uno al otro.
Hasta que su alegría se iluminó y exclamó “Allí, allí está el banco de madera que te conté… Allí te imaginé conmigo… No sabes cómo me sentí tan sola esta mañana… pero ahora estás conmigo…”. Y caminamos hacia él... Continúa en: LIOLA… A LAS PUERTAS DEL CIELO... PARTE 2 final.