Iba un ómnibus, nuevo y de color azul cielo, por la carretera que unía una ciudad de los suburbios con otra muy grande: Los Ángeles.
El ómnibus estaba casi lleno, sólo dos de sus asientos aún estaban libres.
El chofer, un hombre de rostro delgado, pálido y muy serio, con la vista fija en la carretera, no prestaba atención a la amena conversación de sus pasajeros ni al jolgorio de los de más atrás, y sin apuro, conducía el vehículo a mediana velocidad.
De pronto, al voltear por un recodo de la carretera, vio no muy lejos un tumulto de carros y gente en el camino. El chofer, inmediatamente, se puso en guardia y comenzó a disminuir la velocidad. Sí, había ocurrido un accidente.
Cuando estuvieron muy cerca del fatídico lugar escucharon los lamentos de la gente, y todos en el ómnibus, muy curiosos, prestaron oídos y miraron por las ventanas.
“Pobres criaturas…!”
“Fue por proteger a su mascota…!”
“Juro que no pude hacer nada, se metieron a la carretera de improviso, yo frené pero no pude evitarlos…!”
Fue lo que oyeron, porque carros y gente ocultaban a las víctimas que yacían sobre el asfalto de la carretera.
El chofer del ómnibus, conduciendo muy despacio, hizo un giro muy lento para evitar el tumulto, hecho que satisfizo la morbosa curiosidad de sus pasajeros por mirar. Así, avanzó unos metros más y se detuvo en una zona despejada, al borde de la carretera, entonces presionó un botón ubicado en el tablero de control, entre el encendedor y la radio, y la puerta hidráulica del ómnibus se abrió.
Allí, al lado de la carretera y frente a la puerta abierta estaba parado un niño con una amplia sonrisa en los labios, llevando en sus brazos a un perrito “Chiguagua”. El niño subió y se sentó en el asiento libre, poniendo a su lado, en el otro asiento, a su querida e inquieta mascota, en medio del aplauso de los pasajeros.
“¡Estamos completos!” Anunció el chofer del ómnibus color azul cielo cerrando la puerta y, aumentando la velocidad, se perdió en la larga carretera camino a Los Ángeles.
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domingo, 16 de enero de 2022
EL OMNIBUS
martes, 19 de octubre de 2021
TIFFANY 2010
Hola, soy Irenne, de solo 20 años
de edad y sin embargo, el ser más desgraciado del planeta. ¿Por qué? Ok, les
contaré.
Soy bella, muy bella y vanidosa,
tanto que hace dos años gané un concurso de belleza, el Tiffany 2010. Sin
embargo la fama y la fortuna no me han traído la felicidad, porque hasta hace
unas semanas no había encontrado el verdadero amor. ¿Entonces, debería estar
feliz hoy? No es así, y ese es mi problema.
Conocí a Richy, un hombre bello,
fuerte y muy amable hace quince días en un Centro Comercial de los muchos que
hay aquí en Los Ángeles. Él se acercó a mí cuando estaba en una tienda de ropa
para damas, en la sección de lencería para ser más precisa, y de manera muy
natural entablamos una conversación que al final se transformó en amistad,
aunque en mi corazón ya nacía esa extraña sensación del deseo y la ternura por
estar junto a él. Así, al final solo quedé momentáneamente tranquila al
concertar un nuevo encuentro para el día siguiente.
Los días pasaron y no hubo
ninguno de estos en que dejáramos de vernos luego del trabajo, e inclusive los
fines de semanas. Así, devenimos en enamorados y yo sentía que el corazón me
iba ha estallar cada vez que nos besábamos e incluso perdía el conocimiento por
segundos, pero felizmente él me sujetaba fuertemente con sus brazos.
Cada día íbamos a un lugar nuevo
de esta gran ciudad Angelina. Al teatro, al cine, de paseo en una góndola por
una Venecia artificial, a los juegos de básquetbol, béisbol o fútbol, si no a
cenar a un bonito restaurante. Los besos y caricias que nos dábamos eran muy
discretos y nunca faltaron, aunque él era muy delicado y nunca fue más allá de
la segunda base cuando estábamos solos.
Pero hoy, esta noche, creo que ya
llegó el momento y deseo perder mi virginidad. Virginidad que he conservado hasta
hoy, no por motivos morales ni religiosos, sino porque estaba esperando al
hombre indicado, a quien amaría con todo mi corazón. Quizás he construido todo
un mito acerca del amor y el modelo del ser amado, pero sé que Richy es mi
hombre y a él se lo entregaré. Además, sé que me ama, sé que me corresponde
hasta hoy… aunque desconoce algo muy importante de mi vida, y no sé cuál será su
reacción cuando llegue a saberlo, a pesar de que me ha jurado su amor
incondicional.
Ahora, en medio de estos
atormentados pensamientos, miro y admiro mi escultural cuerpo, totalmente
desnuda frente al espejo, luego del baño, lista para vestirme e ir al encuentro
culminante con mi amado. Sin embargo, no puedo dejar de sufrir por aquella horrible
cosa que veo colgar en mi pubis, que ni el premio a mi belleza puede calmar, y
solo puedo exclamar con rabia y tristeza:
“¡Dios, porque me diste eso, si soy
una mujer!”
domingo, 13 de diciembre de 2020
¿SERÁ POSIBLE?
John era un hombre muy metódico y
disciplinado, aunque de pensar lento. Padre amoroso de dos hijas y esposo fiel,
responsable al detalle del quehacer doméstico familiar, debido al horario de
obrero textil que tenía en el turno nocturno y su disponibilidad de tiempo
durante el día. ¿Pero, cómo lo hacía? Así. Salía de la fábrica a las 6.00 am. A
las 7.00 llegaba a casa y preparaba el desayuno, les servía a sus hijas y luego
las llevaba a la escuela privada que su salarió entero no podría cubrir. De
regreso a casa, 8:30, su esposa, María, ya se había marchado al empleo que
tenía en una empresa constructora importante, así que desayunaba solo. Dormía
de 10 am a 4 pm, y se levantaba para ir a recoger a sus niñas del colegio. Al
regreso las ayudaba con las tareas escolares mientras preparaba la cena. A las
7pm cenaban, por lo general, los tres solos… A las 9 pm las niñas iban a la
cama y él al trabajo.
Su esposa era todo lo contrario a
John. María era una mujer muy inteligente, moderna, liberal y feminista, quien
había asumido como mayor responsabilidad en su vida su profesión de ingeniero,
además del objetivo de lograr el mayor sitial en la dividida e injusta sociedad,
cuyas reglas la discriminaban por el solo hecho de ser mujer. Amaba a sus hijas, pero no tenía tiempo para darles “el cariño que quisiera, hijas mías… -les
decía en algún momento de los fines de semana-… porque debo trabajar mucho para
poder pagar todo lo que tienen”, ya que era la única oportunidad en que las
veía.
“¿Señorita Nora, podría ver a mis
hijas? Mi esposa va a demorar un poco y yo tengo que ir a trabajar”, dijo John.
Él tenía que recurrir por ayuda de la joven vecina del condominio en donde
vivían, cuando su esposa no llegaba.
Una noche de esas, en camino al trabajo, tuvo
que desviarse de su ruta habitual y dar un extenso rodeo debido a un accidente
de tránsito, y al pasar por un discreto motel vio la camioneta de María
estacionado en el parqueadero de este. Un escalofrío recorrió su cuerpo ante la
instantánea idea que le vino a la mente. Realmente él no supo cómo llegó
manejando a las puertas de la fábrica en donde laboraba, pero se bajó como un
autómata, entró al recibidor, ponchó su tarjeta de ingreso y, abrumado por sus
pensamientos, fue caminando a la máquina textil que ya usaba más de 10 años, y sin
responder los saludos de sus compañeros se puso a trabajar.
Esa noche perdió dos dedos,
debido a que, por su distracción, la cortadora de tela que usaba se los cercenó.
Así que su jornada de trabajo terminó en el hospital.
A los dos días, cuando le dieron
de alta, estuvo sentado por horas en el sofá de la sala de su casa, solo, sin
hacer nada, pensando en lo injusto que era la vida. Sus dedos perdidos y el
dolor que le causaba ya no le importaban. Era su alma la que sufría, porque
María se había marchado del hogar llevándose a sus hijas.
John siempre guardó ese temor
oculto en el fondo de su alma. Desde el día que acabaron la secundaria y se
juraron amor eterno, él sabía que María era mucha mujer para él.
“Somos muy pobres para educarnos
en una profesión. Nuestros padres no podrán con los gastos, ni siquiera en una universidad estatal!”, dijo María en ese entonces, al ganar su ingreso libre a una
universidad debido a sus altos calificativos obtenidos, cuando solo tenía sus
dulces 17 años, segura de querer seguir una carrera universitaria.
“Yo no creo que pueda ingresar,
si a las justas he terminado la secundaria… -acotó John, y añadió-… y tampoco
tengo intenciones de ser profesional”.
“En cambio yo quiero ser
Ingeniero, quiero estudiar Ingeniería Civil!”, dijo María como una plegaria,
mirando al cielo.
“Mi padre se va a jubilar este
verano y piensa dejarme su puesto en la empresa textil donde labora… Creo que
ya tengo mi futuro definido!”, dijo John mirando y admirando la belleza de
María.
María era más que un rostro
bonito, porque la naturaleza le había dado, además de un cuerpo exuberante, una
mente vivaz y aguda, que quienes la trataban podían comprobar. Cuando paseaban por las calles y parques, los hombres
mayores la miraban con deseos libidinosos, sin prestar atención al
brillo de inteligencia que mostraban sus ojos… y John, a su lado, no
existía.
“John, te quiero, te quiero con
todo mi corazón. ¿Por qué no nos casamos?” le pidió María acurrucándose en sus
brazos.
“Tus padres, ni los míos lo
permitirían. No tenemos un lugar propio, y ni en tu casa, ni en el mío hay
lugar”.
La conversación de los jóvenes
amantes recién graduados continuó en la cama. María le entregó su virginidad y
John se sintió haber llegado a cielo por un instante. Luego de un breve
silencio, John habló… solemnemente.
“María, voy a aceptar trabajar en
la fábrica y tú vas a ir a la universidad… ¡Te lo prometo!”
De los ojos de John salían
gruesas lágrimas, provocados por los recuerdos de juventud, las que rodaban por
sus mejillas siguiendo los surcos que la vida había marcado en su rostro. Sin
embargo, guardaba silencio. Se miró las manos. Una estaba pulcramente vendada,
mientras que la otra mostraba los duros callos ganados en sus batallas de 8
horas de trabajo diario, y sus uñas sucias de la grasa que usaba en la máquina,
la misma que le castigó por su distracción.
A los pocos días lo llamaron a
reincorporarse al trabajo. La empresa lo quería de regreso en la fábrica para
tenerlo sentado las ocho horas en el área de descanso del taller, con tal de no extender el permiso médico. Así que John, como no podía conducir su auto,
tomó el tren, solo serían cuatro estaciones de paradas y llegaría a su trabajo.
Esa noche, en su confusión, provocado por las pastillas contra el dolor y el
embrollo que sentía en el alma, se bajó en la tercera estación como un
sonámbulo, dejando olvidada su caja de lonchera. Al percatarse de su error ya
no pudo regresar al mismo vagón, porque las puertas se habían cerrado y el tren
ya se había puesto en marcha. Por lo que tuvo que esperar al siguiente. En plena
espera llegó a escuchar un estruendo lejano, pero no le dio importancia.
Entonces subió al vagón que ya tenía en frente de él, cuyas puertas ya se
abrían. No bien se puso en marcha el tren, este tuvo que detenerse por una
emergencia… Una bomba había explotado y destruido la estación cuatro, hacía
solo unos minutos, anunció los portavoces.
John de todos modos llegó al
trabajo y fue al área reservada para su sentada jornada de ocio de 8 horas, en donde vio por la TV los detalles de las noticias. Pero luego el sueño lo venció.
John fue despertado bruscamente
cuando unos hombres uniformados y fuertemente armados le cayeron encima, sin
miramientos a su condición de convalecencia, y lo ataron de pies y manos. Y
así, encapuchado, lo llevaron a la estación de policía. A John lo acusaban de
haber dejado una bomba en el vagón en que viajaba y haberse bajado en la
estación anterior en compañía de una mujer… y la policía tenía los videos de
las cámaras de seguridad del lugar para demostrarlo. Esto, además del perfil
sicológico por el que atravesaba, lo hacía el principal sospechoso del
atentado.
John no durmió durante 24 horas,
entretenido en interrogatorios, cachetadas, traslados, más interrogatorios y
cachetadas, y vasos de café, hasta que fue liberado libre de culpa. Él nunca
admitió los cargos, pero sus captores dudaron de su cordura por las respuestas que daba
acerca de la persona que lo acompañaba en los videos. Felizmente, para él, los
culpables ya habían sido identificados y arrestados.
De vuelta al sofá de su sala, solo,
sentado, meditaba en silencio mirando la foto del video que uno de los oficiales
que lo interrogó le permitió quedarse, a manera de disculpa por el equivocado arresto, los golpes y lo insólito del caso.
“¿Será posible?” se preguntó John,
compungido y confundido, mirando fijamente a la figura que aparecía a su lado
en la foto.
Y no pudo contener su llanto.
“Mamá… sé que siempre me acompañas… y esa noche me salvaste la vida al sacarme
del vagón. Mañana, te llevaré flores al cementerio, mamá linda!”.
lunes, 2 de diciembre de 2019
POR SIEMPRE JAMÁS
por Michaelangelo Barnez
Desperté lentamente sobre mi cama, con
el costado derecho de mi rostro aun hundido en la suave almohada, disfrutando
del dulce sueño que había tenido hasta que mi conciencia fue empujándolo al
olvido, de pronto reaccioné y desperté completamente.
“¿Soñé o fue real?” me dije e
instintivamente moví la mano a mi costado y encontré el tibio cuerpo de Sarah, mi
amada esposa. Entonces, de espaldas a ella, volví a cerrar los ojos plenos de
felicidad para deleitarme con los recuerdos eróticos de la mágica noche. Realmente
estaba conmocionado con la experiencia a pesar de haberla deseado todos los
días y noches por más de dos años. Entonces, abrumado por la felicidad ya no
pude dormir. Me levanté de la cama con mucho sigilo para no despertar a mi
amada esposa con quien había compartido más 50 años de enamorados y, allí de
pie, la miré que descansaba como un ángel. Visión que me provocó en lo más profundo
de mi corazón el deseo de besar sus labios y no pude resistirme, y al hacerlo
ella despertó. “¡Buenos días!” Nos dijimos mutuamente casi al unísono, y sonreímos,
sus ojos relampaguearon y volvimos a besarnos, felices de volver a compartir
nuestras vidas.
El despertador sonó a las 5 a.m. y desde
ya hace un tiempo, desde que mi esposa se marchó, era la usual hora de
despertar y empezar mi rutina matinal. Aunque hoy era un día especial: La
Presentación literaria de mi 5ta novela. Por lo que sabía que iba a ser un día
de mucho trajín ya que todos los preparativos que había hecho últimamente
tenían que coincidir finalmente y de manera satisfactoria con este día. El
local de la presentación, los libros, el menaje para el brindis y su arreglo
correspondiente, estaban listos. Además, al mediodía tendría una conferencia de
prensa y a las 4 p.m. una entrevista radial. Aun así, junto con mi agente
literario, estaba nervioso. Creo que más que la primera vez, en que sin agente me
ocupé personalmente de todo el trámite y los arreglos y no tuve el tiempo de
ahora, de pensar más en lo que iba decir y en el cómo impactar a mis lectores e
invitados. Así, salí de casa a las 7 a.m. con dirección a mi oficina para no
regresar hasta culminar la presentación.
En mi auto y en camino a la entrevista,
recibí una llamada.
“¡Aló!” dije en mi celular.
“¡Aló, soy María!” Me respondió una
dulce voz e inmediatamente asocié el nombre, la voz y abruptamente el recuerdo
que me habían provocado.
Sí, era María, la hermosa y obsesiva mujer
que había sido mi amante por años, durante mi crisis existencial al cumplir 40
años de edad, hasta que llegó el fatídico día, como era de esperar, que mi
esposa se enteró y mi matrimonio estuvo a punto de acabar, de no haber sido por
la madures e inteligencia de ella de no lanzarme por despecho a los brazos de
quien deseaba, pero no amaba. Sí, era María, quien después de treinta años me
traía el traumático recuerdo de una traición conyugal.
“¡Bueno, ya pasó mucho tiempo!” me dije
y fui cortés al contestar. “¡Hola, María, que sorpresa!”
“¡Dany, mi amor, te estuve buscando por
años, recorrí todo California y en los Estados a donde iba. Estuve a punto de
rendirme, pero, felizmente, hace poco me enteré que estabas en Lima!” Dijo con
su peculiar dulce y posesiva vehemencia, sin preámbulos ni preguntar por mi
estado marital, que presumo no le importaba. Y añadió “¡Tenemos que hablar, mi
amor!” como un ruego imperativo que me conmovió.
“¿María, estás en Lima?”
“¡Sí, mi amor, llegué anoche!”
“¡Wow!” dije para mis adentros, y
recordé los tiempos en que ella a pesar de estar casada y tener una pequeña
hija, era capaz de arrastrarse por el suelo y lamer mis zapatos si se lo pedía,
aunque nunca lo hice, porque me bastaba poseer de ella esa misma disposición de
entrega en la cama. Lo que, por otro lado, cuando traté de alejarme de ella después
de haber gozado, ambos, sin límites, los placeres de los amantes, María casi
enloqueció acosándome por teléfono o rondando mi lugar de labores y hasta mi
propia casa. Por eso su vientre fue un dulce pero prohibido pantano por cinco
años, cuyo fango sexual me había atrapado.
Hasta que mi esposa se enteró. Durante
esos años de infidelidad nunca fui consciente del dolor que podía provocarle.
Pero al verla allí, el día D, frente a mí, encarándome mi traición, mi
deslealtad hacia el amor que ella me brindaba cada segundo de su vida para
hacerme sentir feliz, de haberme apoyado en todos mis proyectos y sueños, de
haber compartido el cuidando de nuestros hijos y ella a mí como uno más, y
trabajando como la mejor obrera-empresaria del hogar y en su profesión, hizo
que toda esa vanidad machista que yo tenía, de poseer una amante joven, hermosa
e incondicional para la lujuria, se desvanezca como lo que era, una simple
ilusión intrascendente. Jamás vi tanto dolor reflejado en el rostro de mi amada
esposa al límite de creer que enloquecería. Yo podía percibir que ella no
estaba molesta, no era ira o furia lo que ella sentía, sino un dolor inconmensurable
de que su mayor tesoro la haya traicionado. Entonces lloré, lloré junto con
ella con un profundo arrepentimiento y le juré que haría todo lo posible e
imposible para recuperar su amor. En esos momentos tan difíciles no se habló
para nada de “Dios y los pecados” o “por el bienestar de los hijos”, no, solo
de ella, yo y nuestros profundos sentimientos verdaderos.
Pero a María no le importó ni no se dio
por rendida. Ella volvió a la carga sin importarle las advertencias de mi
esposa de denunciarla y encarar su infidelidad ante su marido. Pero ante su
obsesiva insistencia yo accedí a verla una vez más.
Cita a la que no fui, sino que
desaparecimos de California sin dejar rastros. Sí, mi esposa y yo volvíamos a
ser cómplices conyugales y dejamos todo atrás por la salud de nuestro
matrimonio. Hasta que…
“¡Estoy en Lima, mi amor, dispuesta a
hacer realidad este amor que he guardo con mucho cuidado en mi corazón por
treinta años!”
“¡Ok, María, que bien!” empecé
diciéndole muy amablemente, sabiendo que ella no aceptaría un “¡NO!” como
respuesta. Y añadí “¡Mi secretaria te va a decir el lugar y la hora, para
vernos esta tarde!” Entonces le pasé mi celular a mi secretaria a la vez que le
pedía con señas y frases entrecortadas que cancelara la entrevista radial. Así,
con esa actitud, creía yo, le enviaba un mensaje que no le daba muchas
esperanzas de nuestro encuentro.
Esa tarde en el restaurante en donde
esperaba a María vi entrar a una radiante mujer. "Oh, que sorpresa" me dije en silencio al verla, porque era María, quien a pesar de
sus ya cercanos 60 años de edad estaba más hermosa y lozana que nunca. Y cuando
me vio sus ojos brillaron de alegría y su hermosura se realzó aún más con su
sonrisa. No miento al decir que me halagó mucho verla venir hacia mí. Así,
totalmente dispuesta a volver a entregarme todo de ella, sin reclamarme nada,
sino la compañía amorosa de amantes que un día disfrutamos. Pero que nunca lo
tomé en serio porque pensaba que todo era mentira, quizás por el pecado
original de nuestra relación.
Estuvimos allí por espacio de dos
horas, entre cafés y pastelitos, cuando yo había planeado ilusoriamente que
solo estaríamos 15 minutos; que al final de cuentas serían los únicos minutos
que yo hablaría porque María se apoderó del resto del tiempo.
María me contó todos los detalles de su
espera y búsqueda. Y de que me amaba más que a su vida y estaba dispuesta a
quedarse conmigo para siempre, que sus hijos ya habían dejado el hogar y que ella
solo seguía con su marido por lastima, por lo tanto ahora ya no tenía ataduras.
Fueron más de cien minutos en donde María repitió hasta el cansancio lo mismo
de lo mismo, que me amaba y de que estaba inmensamente feliz de haberme
encontrado y de sentir que yo la amaba. Repitió los recuerdos de nuestros
encuentros sexuales en los moteles de California con lujos de detalles
explícitos que ella anhelaba volver a vivir. Y su erótica letanía logró mover algo
en mí, al fin y al cabo, como si me hubiera lavado el cerebro, consiguiendo
mover los recuerdos más escabrosos de nuestra aventura sexual que yo también tenía
escondido aun en algún lugar de mi cerebro. Y ella lo notó. Felizmente
estábamos en un lugar público, de no ser así hubiéramos acabado en la cama.
Mi horario ya no daba para más.
Entonces mi secretaria entró al restaurante y me dijo muy claramente que
teníamos que irnos, que los presentadores tenían que coordinar sus intervenciones
conmigo. Así terminó la cita con María que, al levantarnos de la mesa, sin
rendirse añadió a mi oído “¡Te veo en la presentación, mi amor!” en el momento del
formal beso de despedida que me dio en la mejilla.
La presentación me llenó de
satisfacción porque los presentadores se lucieron con el tema, fueron agiles,
breves y amenos, para el deleite de la audiencia, y cuando me tocó el turno de
hacerlo la concurrencia ya estaba preparada para mis palabras. Y no era para
menos, hablamos del trasfondo de la novela, de los fenómenos paranormales, los
poderes de la mente, de la teoría cuántica y los universos paralelos; todo para
sostener los hechos excepcionales de los argumentos de la novela y sus
protagonistas.
Aunque no puedo dejar de mencionar que
hubo un factor extra literario que contribuyó en algo a realzar el ambiente de
la presentación y esta fue la presencia de María, que por su belleza, gracia y
glamor no podía pasar desapercibida. Más aun y ante la mirada de todos, cuando
no se despegó de mí desde que llegué, con la excepción del momento del inicio
de la presentación formal en que los presentadores y yo teníamos que sentarnos
alrededor de una mesa en el escenario o ir al pódium.
Luego, María fue la primera fan a la
que tuve que firmar el ejemplar de la novela comprada, con el detalle que
cuando lo hacía ella sin reparos recostó su busto sobre mi hombro y sentí su
aliento muy cerca de mi rostro. Me pareció demasiado. Así, un tanto incomodado,
levanté mi rostro y miré al fondo del auditorio y comprobé que mi esposa,
Sarah, me observaba. En realidad lo había estado haciendo desde que llegué y
que yo solo lo comprobaba por momentos. ¿Estaba molesta, celosa? No, al
contrario, parecía divertirse con la escena de ver a María revolotear como una
mariposa a mí alrededor.
La presentación llegó a su término y
todos con besos, abrazos y promesas de vernos otra vez, nos marchamos.
Busqué a mi esposa con los ojos antes
de subir a mi coche y no la vi por ningún lado, solo a María, que no se
despegaba de mí.
“¡María, se acabó la noche, me voy a
casa, no puedo llevarte!.. -Era lo obvio-… ¿Cómo voy a llevarte a mi casa si
allí está mi esposa?” remarqué.
“¡Pero si ella ya se fue!” Replicó.
Entonces cortésmente añadí, “¡Voy a
llamar un taxi!” y marqué en mi celular el símbolo de tal servicio. Y una vez
que lo conseguí no me quedé a esperarlo “¡Ya viene por ti, te llevará a tu
hotel, adiós María!” y subí a mi camioneta. Si pasaba unos minutos más con
María corría el riego de ceder a sus suplicas de amor y sexo, y yo por el amor
que sentía por mi esposa no estaba dispuesto a ese deleite. Y me marché.
Ya eran las 10 p.m. y como el lugar de
la presentación había sido en una librería de Miraflores, enrumbé hacia la
llamada Bajada de Miraflores que me conduciría a la autopista de la Costa
Verde, con el solo propósito de gozar de la nocturna briza del mar y así despejar
mi mente.
Llegué al vecindario donde vivía cerca
de la medianoche, manejando lento y con cuidado por las semis oscuras calles,
hasta que ya muy cerca de la casa hice funcionar el control del portón de entrada.
De pronto, desde detrás de unos altos arbustos del jardín exterior, vi la
figura de María, que caminando resueltamente entró a los límites de mi casa.
Al ver eso yo me detuve, pensé unos
segundos y luego accioné el control remoto del portón y lo cerré. Así, a la
distancia vi a María parada sobre el césped, quien al ver que cerraba la puerta
dio media vuelta y se dirigió a la entrada principal.
Mi casa estaba rodeado de un excelente
sistema de seguridad, con láser, video y alarma, pero una vez traspasado ese
límite, la casa quedaba a merced que quien estuviera dentro, por lo que María
no tuvo ningún problema de entrar al lobby y desaparecer de mi vista.
“¿Y ahora qué hago?” me dije abrumado
por la situación. “creo que si no entro, ella se marchará!”. Entonces, como un
autómata manejé lentamente por las calles del vecindario, no sé cuánto tiempo,
hasta que me vi nuevamente al frente de mi casa. Pero ahora ya resuelto a
encarar la situación que se había generado hacía treinta años y que nunca se
resolvió entre los tres.
Entré al lobby, pasé a la sala, a la
cocina, que usualmente estaban con las luces encendidas y no encontré a nadie. Miré
por la ventana al patio pero solo había oscuridad. Busqué en los dormitorios y
tampoco hallé a nadie. Y mi mayor preocupación se desvaneció “¡Felizmente María
se largó!” pensé, ahora no tenía nada que temer, “¡A no ser que mi esposa…!” y
dejando de pensar me fui a darme una ducha tibia.
Oh, sorpresa. En pleno baño que me daba,
cuando el agua disolvía las espumas de jabón que cubrían mi cuerpo, entró María
totalmente desnuda, se mojó todo el cuerpo y se pegó al mío. Jabón, agua y el
resto del mundo que me rodeaba desapareció de mi mente, porque María no perdió
un segundo en abrumarme provocándome un exquisito placer con sus labios. Sí,
ella sabía que yo no debía pensar de lo contrario se impondría la cordura… y
tendría que irse. Y así jugamos como amantes por no sé cuantos minutos,
repasando la lista de todo los pecados que habíamos compartido una vez, y de
allí pasamos a la cama, pero ya con el libido a punto de estallar.
María, embriagada con el erotismo de sus
hormonas, se arrodilló en el borde de la cama, separó sus rodillas, reposó el costado de su rostro
en la misma y desplegó sus brazos como si fuera a volar y en medio de jadeos,
que amenazaban con ahogarla, a las justas pudo hablar, y me pidió mientras cimbriaba sus caderas: “¡Envíame al
cielo, mi amor!”
Yo estaba parado frente a ella, contemplando
todo lo que María me ofrecía, embelesado con la visión y la dosis erótica que
recorría por mis venas, listo para darle el ansiado empujón. Cuando de pronto,
por el rabillo de mis ojos pude ver moverse las cortinas y volteé de
inmediato. Y vi a mi esposa, Sarah,
cubierta con una larga bata blanca semitransparente de dormir, parada allí,
haciéndome una señal con el dedo índice en los labios para que guardara
silencio, mientras se acercaba sigilosamente.
Me miró a los ojos y sonriendo se puso en medio, entre María, que no se había percatado de nada, y yo. Y me besó dulcemente como no lo hacía hace ya varios años, luego se volteó y se arrodilló en el mismo lugar que estaba María, fundiéndose con ella en una sola persona. Y yo sentí en mi alma lo que debía hacer. Fui cuidadoso con mi ímpetu y lo esperado llegó como una explosión sideral.
Al día siguiente desperté lentamente sobre mi cama, con el costado derecho de mi rostro aun hundido en la suave almohada, disfrutando del dulce sueño que había tenido hasta que mi conciencia fue empujándolo al olvido, de pronto reaccioné y desperté completamente.
Al día siguiente desperté lentamente sobre mi cama, con el costado derecho de mi rostro aun hundido en la suave almohada, disfrutando del dulce sueño que había tenido hasta que mi conciencia fue empujándolo al olvido, de pronto reaccioné y desperté completamente.
“¿Soñé o fue real?” me dije e
instintivamente moví la mano a mi costado y encontré el tibio cuerpo de Sarah, mi
amada esposa. Entonces, de espaldas a ella, volví a cerrar los ojos plenos de
felicidad para deleitarme con los recuerdos eróticos de la mágica noche. Realmente
estaba conmocionado con la experiencia a pesar de haberla deseado todos los
días y noches por más de dos años. Entonces, abrumado por la felicidad ya no
pude dormir. Me levanté de la cama con mucho sigilo para no despertar a mi
amada esposa con quien había compartido más 50 años de enamorados y, allí de
pie, la miré que descansaba como un ángel. Visión que me provocó en lo más
profundo de mi corazón el deseo de besar sus labios y no pude resistirme, y al
hacerlo ella despertó. “¡Buenos días!” Nos dijimos mutuamente casi al unísono,
y sonreímos, sus ojos relampaguearon y volvimos a besarnos, felices de volver a
compartir nuestras vidas.
“Buenos días, felicitaciones por su
nueva pareja…!” me saludaban alegremente mis amigos y conocidos al vernos
pasear.
“Pobre incrédulos!” le susurraba a los
oídos de María, “Ellos nunca entenderían que realmente eres Sarah!”
martes, 22 de octubre de 2019
LA FRONTERA
Estaba al frente de un gran alambrado, abarrotado de gente que buscaba la forma de ver y encontrar a sus familiares, amigos o conocidos del otro lado de esta, sin poder hacer nada por trasponer dicha inmensa barrera. Y yo no era la excepción de esa preocupación en ese mar de gente de identidad étnica multicultural. Sí, allí estaban gentes de todas las edades y géneros, procedentes de todas las culturas que yo conocía en ellos, o adivinaba reconocer, por sus vestimentas, apariencias raciales e idiomas, todos con un solo denominador común dibujado en sus rostros: La desesperación por transponer la barrera o comunicarse con los suyos.
Era tanto el tumulto y el frenesí de la gente que me era imposible acercarme al alambrado, así que decidí alejarme un poco para así buscar algún claro, por donde poder escurrirme y acercarme hasta aquella muralla de alambre.
Cuando me alejé un poco más de veinte metros de distancia del gentío pude ver mejor el panorama… y lo que vi, me asombró. En realidad, las características ya descritas no cambiaban, solo que fui más consciente de su magnitud. A mi izquierda y derecha, el mar de gente agolpada contra la cerca no tenía fin. Y cuando levanté mi rostro para ver la altura de la valla, esperé encontrar alambres enrollados con púas en su tope, pero no fue así. En realidad, no pude ver la parte más alta porque esta se perdía en un cielo nublado, que supuse que era una mezcla de la neblina del campo y el denso humor de la gente en este cálido día.
Entonces me alejé un poco más y más… y caí sentado sobre el césped de ese inmenso campo. No sé, creo que mi mirada abarcaba la distancia de varios kilómetros en ambos lados a pesar de sus ondulaciones, y lo que vi me golpeó el corazón: en realidad… era lo mismo que ya había visto, pero en otra magnitud. Había allí… ¿millones de personas? Sí, porque la fila de gente se perdía a la distancia de aquella sinuosa pradera.
También vi que había mucha gente que se alejaba; cabizbajos muchos, aunque otros demostraban tranquilidad o alegría al alejarse. Pero la multitud no disminuía ya que otro tanto continuaba llegando.
“¿Señor, pudo acercarse al alambrado?” Pregunté inocentemente a quien se retiraba y pasaba por mi lado.
“Sí… Vi a mi familia y pude decirle adiós. Ahora estoy tranquilo, ya puedo irme, no hay forma de cruzar esta frontera.”
“¿Pero, no lo va intentar?” le pregunté con el ánimo de incluirme en la aventura.
“Ya lo hice, señor. Estoy aquí más de un año. Se ve que Ud. Recién llega”.
“Sí, y ni siquiera me he podido acercar al alambrado. ¿Es posible ver a los familiares?”
“Si te apuras, sí, porque ellos también se alejan… a vivir sus vidas.”
Entonces el hombre se marchó.
“Tengo que lograr acercarme”, me dije a mi mismo tomando una resolución, al momento que me ponía de pie, y me dirigí resueltamente al gentío que se apretujaba contra la malla metálica.
No sé como lo logré, después de abrirme paso entre el asfixiante tumulto de desesperados, pero lo logré.
“¿Wow, que es esto?” me pregunté extrañado cuando estuve pegado al alambrado. Realmente no sé cómo explicarlo, pero la malla era aparentemente metálica, solida. Sin embargo no lo podía tocar ya que se desvanecía ante mi intento, aunque si lograba retenerme al intentar querer cruzarlo. Lo máximo que pude hacer allí fue estirar los brazos, e inclusive las piernas, a través del alambrado ya que no me lo impedía, pero dar un paso adelante me fue imposible… Aun así, hice innumerable intentos hasta que me di cuenta que era en vano continuar con el esfuerzo.
“¿Estarán usando barreras de campos electromagnéticos? Mmm… No sabía que la tecnología ya la había hecho realidad”. Me dije dándome una explicación.
Miré a mis costados y en ambos casos vi como la gente alargaba sus manos por tocar a los suyos, entre sollozos, para luego irse. Aunque otros se quedaban y continuaban con la tortura de verlos sin poder hacer más.
Luego miré hacia adelante, en busca de los míos… y no vi a nadie que pudiera reconocer en medio de un gentío que se acercaba y alejaba para luego desaparecer en la bruma ya que la visión era muy borrosa por la neblina circundante.
Allí me quedé un día, el otro y el siguiente, y así perdí la cuenta del tiempo. Hasta que, un día, una ráfaga de viento aclaró la visión y pude ver a un niño muy pequeño, de poco más de un año, caminando cerca de la malla metálica:
“Mi nieto!” exclamé, y él me miró.
En su rostro pude ver sus ojos de alegría porque me reconoció, pero solo atinó a balbucear algunas palabras ininteligibles.
Fue cuando su padre, es decir mi hijo, se acercó, lo cargó y se lo llevó, mientras le decía: “Es hora de almorzar, hijo”.
Increíblemente fue suficiente lo que vi y oí para sentirme reconfortado de mi desgracia de no poder estar allí, con ellos, y recién me di cuenta del límite del limbo en que me encontraba. Y con la esperanza de esperarlos allí el día cuando alguno de ellos cruce la frontera, me alejé a hacer mi propia vida.
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