por Michaelangelo Barnez
Desperté lentamente sobre mi cama, con
el costado derecho de mi rostro aun hundido en la suave almohada, disfrutando
del dulce sueño que había tenido hasta que mi conciencia fue empujándolo al
olvido, de pronto reaccioné y desperté completamente.
“¿Soñé o fue real?” me dije e
instintivamente moví la mano a mi costado y encontré el tibio cuerpo de Sarah, mi
amada esposa. Entonces, de espaldas a ella, volví a cerrar los ojos plenos de
felicidad para deleitarme con los recuerdos eróticos de la mágica noche. Realmente
estaba conmocionado con la experiencia a pesar de haberla deseado todos los
días y noches por más de dos años. Entonces, abrumado por la felicidad ya no
pude dormir. Me levanté de la cama con mucho sigilo para no despertar a mi
amada esposa con quien había compartido más 50 años de enamorados y, allí de
pie, la miré que descansaba como un ángel. Visión que me provocó en lo más profundo
de mi corazón el deseo de besar sus labios y no pude resistirme, y al hacerlo
ella despertó. “¡Buenos días!” Nos dijimos mutuamente casi al unísono, y sonreímos,
sus ojos relampaguearon y volvimos a besarnos, felices de volver a compartir
nuestras vidas.
El despertador sonó a las 5 a.m. y desde
ya hace un tiempo, desde que mi esposa se marchó, era la usual hora de
despertar y empezar mi rutina matinal. Aunque hoy era un día especial: La
Presentación literaria de mi 5ta novela. Por lo que sabía que iba a ser un día
de mucho trajín ya que todos los preparativos que había hecho últimamente
tenían que coincidir finalmente y de manera satisfactoria con este día. El
local de la presentación, los libros, el menaje para el brindis y su arreglo
correspondiente, estaban listos. Además, al mediodía tendría una conferencia de
prensa y a las 4 p.m. una entrevista radial. Aun así, junto con mi agente
literario, estaba nervioso. Creo que más que la primera vez, en que sin agente me
ocupé personalmente de todo el trámite y los arreglos y no tuve el tiempo de
ahora, de pensar más en lo que iba decir y en el cómo impactar a mis lectores e
invitados. Así, salí de casa a las 7 a.m. con dirección a mi oficina para no
regresar hasta culminar la presentación.
En mi auto y en camino a la entrevista,
recibí una llamada.
“¡Aló!” dije en mi celular.
“¡Aló, soy María!” Me respondió una
dulce voz e inmediatamente asocié el nombre, la voz y abruptamente el recuerdo
que me habían provocado.
Sí, era María, la hermosa y obsesiva mujer
que había sido mi amante por años, durante mi crisis existencial al cumplir 40
años de edad, hasta que llegó el fatídico día, como era de esperar, que mi
esposa se enteró y mi matrimonio estuvo a punto de acabar, de no haber sido por
la madures e inteligencia de ella de no lanzarme por despecho a los brazos de
quien deseaba, pero no amaba. Sí, era María, quien después de treinta años me
traía el traumático recuerdo de una traición conyugal.
“¡Bueno, ya pasó mucho tiempo!” me dije
y fui cortés al contestar. “¡Hola, María, que sorpresa!”
“¡Dany, mi amor, te estuve buscando por
años, recorrí todo California y en los Estados a donde iba. Estuve a punto de
rendirme, pero, felizmente, hace poco me enteré que estabas en Lima!” Dijo con
su peculiar dulce y posesiva vehemencia, sin preámbulos ni preguntar por mi
estado marital, que presumo no le importaba. Y añadió “¡Tenemos que hablar, mi
amor!” como un ruego imperativo que me conmovió.
“¿María, estás en Lima?”
“¡Sí, mi amor, llegué anoche!”
“¡Wow!” dije para mis adentros, y
recordé los tiempos en que ella a pesar de estar casada y tener una pequeña
hija, era capaz de arrastrarse por el suelo y lamer mis zapatos si se lo pedía,
aunque nunca lo hice, porque me bastaba poseer de ella esa misma disposición de
entrega en la cama. Lo que, por otro lado, cuando traté de alejarme de ella después
de haber gozado, ambos, sin límites, los placeres de los amantes, María casi
enloqueció acosándome por teléfono o rondando mi lugar de labores y hasta mi
propia casa. Por eso su vientre fue un dulce pero prohibido pantano por cinco
años, cuyo fango sexual me había atrapado.
Hasta que mi esposa se enteró. Durante
esos años de infidelidad nunca fui consciente del dolor que podía provocarle.
Pero al verla allí, el día D, frente a mí, encarándome mi traición, mi
deslealtad hacia el amor que ella me brindaba cada segundo de su vida para
hacerme sentir feliz, de haberme apoyado en todos mis proyectos y sueños, de
haber compartido el cuidando de nuestros hijos y ella a mí como uno más, y
trabajando como la mejor obrera-empresaria del hogar y en su profesión, hizo
que toda esa vanidad machista que yo tenía, de poseer una amante joven, hermosa
e incondicional para la lujuria, se desvanezca como lo que era, una simple
ilusión intrascendente. Jamás vi tanto dolor reflejado en el rostro de mi amada
esposa al límite de creer que enloquecería. Yo podía percibir que ella no
estaba molesta, no era ira o furia lo que ella sentía, sino un dolor inconmensurable
de que su mayor tesoro la haya traicionado. Entonces lloré, lloré junto con
ella con un profundo arrepentimiento y le juré que haría todo lo posible e
imposible para recuperar su amor. En esos momentos tan difíciles no se habló
para nada de “Dios y los pecados” o “por el bienestar de los hijos”, no, solo
de ella, yo y nuestros profundos sentimientos verdaderos.
Pero a María no le importó ni no se dio
por rendida. Ella volvió a la carga sin importarle las advertencias de mi
esposa de denunciarla y encarar su infidelidad ante su marido. Pero ante su
obsesiva insistencia yo accedí a verla una vez más.
Cita a la que no fui, sino que
desaparecimos de California sin dejar rastros. Sí, mi esposa y yo volvíamos a
ser cómplices conyugales y dejamos todo atrás por la salud de nuestro
matrimonio. Hasta que…
“¡Estoy en Lima, mi amor, dispuesta a
hacer realidad este amor que he guardo con mucho cuidado en mi corazón por
treinta años!”
“¡Ok, María, que bien!” empecé
diciéndole muy amablemente, sabiendo que ella no aceptaría un “¡NO!” como
respuesta. Y añadí “¡Mi secretaria te va a decir el lugar y la hora, para
vernos esta tarde!” Entonces le pasé mi celular a mi secretaria a la vez que le
pedía con señas y frases entrecortadas que cancelara la entrevista radial. Así,
con esa actitud, creía yo, le enviaba un mensaje que no le daba muchas
esperanzas de nuestro encuentro.
Esa tarde en el restaurante en donde
esperaba a María vi entrar a una radiante mujer. "Oh, que sorpresa" me dije en silencio al verla, porque era María, quien a pesar de
sus ya cercanos 60 años de edad estaba más hermosa y lozana que nunca. Y cuando
me vio sus ojos brillaron de alegría y su hermosura se realzó aún más con su
sonrisa. No miento al decir que me halagó mucho verla venir hacia mí. Así,
totalmente dispuesta a volver a entregarme todo de ella, sin reclamarme nada,
sino la compañía amorosa de amantes que un día disfrutamos. Pero que nunca lo
tomé en serio porque pensaba que todo era mentira, quizás por el pecado
original de nuestra relación.
Estuvimos allí por espacio de dos
horas, entre cafés y pastelitos, cuando yo había planeado ilusoriamente que
solo estaríamos 15 minutos; que al final de cuentas serían los únicos minutos
que yo hablaría porque María se apoderó del resto del tiempo.
María me contó todos los detalles de su
espera y búsqueda. Y de que me amaba más que a su vida y estaba dispuesta a
quedarse conmigo para siempre, que sus hijos ya habían dejado el hogar y que ella
solo seguía con su marido por lastima, por lo tanto ahora ya no tenía ataduras.
Fueron más de cien minutos en donde María repitió hasta el cansancio lo mismo
de lo mismo, que me amaba y de que estaba inmensamente feliz de haberme
encontrado y de sentir que yo la amaba. Repitió los recuerdos de nuestros
encuentros sexuales en los moteles de California con lujos de detalles
explícitos que ella anhelaba volver a vivir. Y su erótica letanía logró mover algo
en mí, al fin y al cabo, como si me hubiera lavado el cerebro, consiguiendo
mover los recuerdos más escabrosos de nuestra aventura sexual que yo también tenía
escondido aun en algún lugar de mi cerebro. Y ella lo notó. Felizmente
estábamos en un lugar público, de no ser así hubiéramos acabado en la cama.
Mi horario ya no daba para más.
Entonces mi secretaria entró al restaurante y me dijo muy claramente que
teníamos que irnos, que los presentadores tenían que coordinar sus intervenciones
conmigo. Así terminó la cita con María que, al levantarnos de la mesa, sin
rendirse añadió a mi oído “¡Te veo en la presentación, mi amor!” en el momento del
formal beso de despedida que me dio en la mejilla.
La presentación me llenó de
satisfacción porque los presentadores se lucieron con el tema, fueron agiles,
breves y amenos, para el deleite de la audiencia, y cuando me tocó el turno de
hacerlo la concurrencia ya estaba preparada para mis palabras. Y no era para
menos, hablamos del trasfondo de la novela, de los fenómenos paranormales, los
poderes de la mente, de la teoría cuántica y los universos paralelos; todo para
sostener los hechos excepcionales de los argumentos de la novela y sus
protagonistas.
Aunque no puedo dejar de mencionar que
hubo un factor extra literario que contribuyó en algo a realzar el ambiente de
la presentación y esta fue la presencia de María, que por su belleza, gracia y
glamor no podía pasar desapercibida. Más aun y ante la mirada de todos, cuando
no se despegó de mí desde que llegué, con la excepción del momento del inicio
de la presentación formal en que los presentadores y yo teníamos que sentarnos
alrededor de una mesa en el escenario o ir al pódium.
Luego, María fue la primera fan a la
que tuve que firmar el ejemplar de la novela comprada, con el detalle que
cuando lo hacía ella sin reparos recostó su busto sobre mi hombro y sentí su
aliento muy cerca de mi rostro. Me pareció demasiado. Así, un tanto incomodado,
levanté mi rostro y miré al fondo del auditorio y comprobé que mi esposa,
Sarah, me observaba. En realidad lo había estado haciendo desde que llegué y
que yo solo lo comprobaba por momentos. ¿Estaba molesta, celosa? No, al
contrario, parecía divertirse con la escena de ver a María revolotear como una
mariposa a mí alrededor.
La presentación llegó a su término y
todos con besos, abrazos y promesas de vernos otra vez, nos marchamos.
Busqué a mi esposa con los ojos antes
de subir a mi coche y no la vi por ningún lado, solo a María, que no se
despegaba de mí.
“¡María, se acabó la noche, me voy a
casa, no puedo llevarte!.. -Era lo obvio-… ¿Cómo voy a llevarte a mi casa si
allí está mi esposa?” remarqué.
“¡Pero si ella ya se fue!” Replicó.
Entonces cortésmente añadí, “¡Voy a
llamar un taxi!” y marqué en mi celular el símbolo de tal servicio. Y una vez
que lo conseguí no me quedé a esperarlo “¡Ya viene por ti, te llevará a tu
hotel, adiós María!” y subí a mi camioneta. Si pasaba unos minutos más con
María corría el riego de ceder a sus suplicas de amor y sexo, y yo por el amor
que sentía por mi esposa no estaba dispuesto a ese deleite. Y me marché.
Ya eran las 10 p.m. y como el lugar de
la presentación había sido en una librería de Miraflores, enrumbé hacia la
llamada Bajada de Miraflores que me conduciría a la autopista de la Costa
Verde, con el solo propósito de gozar de la nocturna briza del mar y así despejar
mi mente.
Llegué al vecindario donde vivía cerca
de la medianoche, manejando lento y con cuidado por las semis oscuras calles,
hasta que ya muy cerca de la casa hice funcionar el control del portón de entrada.
De pronto, desde detrás de unos altos arbustos del jardín exterior, vi la
figura de María, que caminando resueltamente entró a los límites de mi casa.
Al ver eso yo me detuve, pensé unos
segundos y luego accioné el control remoto del portón y lo cerré. Así, a la
distancia vi a María parada sobre el césped, quien al ver que cerraba la puerta
dio media vuelta y se dirigió a la entrada principal.
Mi casa estaba rodeado de un excelente
sistema de seguridad, con láser, video y alarma, pero una vez traspasado ese
límite, la casa quedaba a merced que quien estuviera dentro, por lo que María
no tuvo ningún problema de entrar al lobby y desaparecer de mi vista.
“¿Y ahora qué hago?” me dije abrumado
por la situación. “creo que si no entro, ella se marchará!”. Entonces, como un
autómata manejé lentamente por las calles del vecindario, no sé cuánto tiempo,
hasta que me vi nuevamente al frente de mi casa. Pero ahora ya resuelto a
encarar la situación que se había generado hacía treinta años y que nunca se
resolvió entre los tres.
Entré al lobby, pasé a la sala, a la
cocina, que usualmente estaban con las luces encendidas y no encontré a nadie. Miré
por la ventana al patio pero solo había oscuridad. Busqué en los dormitorios y
tampoco hallé a nadie. Y mi mayor preocupación se desvaneció “¡Felizmente María
se largó!” pensé, ahora no tenía nada que temer, “¡A no ser que mi esposa…!” y
dejando de pensar me fui a darme una ducha tibia.
Oh, sorpresa. En pleno baño que me daba,
cuando el agua disolvía las espumas de jabón que cubrían mi cuerpo, entró María
totalmente desnuda, se mojó todo el cuerpo y se pegó al mío. Jabón, agua y el
resto del mundo que me rodeaba desapareció de mi mente, porque María no perdió
un segundo en abrumarme provocándome un exquisito placer con sus labios. Sí,
ella sabía que yo no debía pensar de lo contrario se impondría la cordura… y
tendría que irse. Y así jugamos como amantes por no sé cuantos minutos,
repasando la lista de todo los pecados que habíamos compartido una vez, y de
allí pasamos a la cama, pero ya con el libido a punto de estallar.
María, embriagada con el erotismo de sus
hormonas, se arrodilló en el borde de la cama, separó sus rodillas, reposó el costado de su rostro
en la misma y desplegó sus brazos como si fuera a volar y en medio de jadeos,
que amenazaban con ahogarla, a las justas pudo hablar, y me pidió mientras cimbriaba sus caderas: “¡Envíame al
cielo, mi amor!”
Yo estaba parado frente a ella, contemplando
todo lo que María me ofrecía, embelesado con la visión y la dosis erótica que
recorría por mis venas, listo para darle el ansiado empujón. Cuando de pronto,
por el rabillo de mis ojos pude ver moverse las cortinas y volteé de
inmediato. Y vi a mi esposa, Sarah,
cubierta con una larga bata blanca semitransparente de dormir, parada allí,
haciéndome una señal con el dedo índice en los labios para que guardara
silencio, mientras se acercaba sigilosamente.
Me miró a los ojos y sonriendo se puso en medio, entre María, que no se había percatado de nada, y yo. Y me besó dulcemente como no lo hacía hace ya varios años, luego se volteó y se arrodilló en el mismo lugar que estaba María, fundiéndose con ella en una sola persona. Y yo sentí en mi alma lo que debía hacer. Fui cuidadoso con mi ímpetu y lo esperado llegó como una explosión sideral.
Al día siguiente desperté lentamente sobre mi cama, con el costado derecho de mi rostro aun hundido en la suave almohada, disfrutando del dulce sueño que había tenido hasta que mi conciencia fue empujándolo al olvido, de pronto reaccioné y desperté completamente.
Al día siguiente desperté lentamente sobre mi cama, con el costado derecho de mi rostro aun hundido en la suave almohada, disfrutando del dulce sueño que había tenido hasta que mi conciencia fue empujándolo al olvido, de pronto reaccioné y desperté completamente.
“¿Soñé o fue real?” me dije e
instintivamente moví la mano a mi costado y encontré el tibio cuerpo de Sarah, mi
amada esposa. Entonces, de espaldas a ella, volví a cerrar los ojos plenos de
felicidad para deleitarme con los recuerdos eróticos de la mágica noche. Realmente
estaba conmocionado con la experiencia a pesar de haberla deseado todos los
días y noches por más de dos años. Entonces, abrumado por la felicidad ya no
pude dormir. Me levanté de la cama con mucho sigilo para no despertar a mi
amada esposa con quien había compartido más 50 años de enamorados y, allí de
pie, la miré que descansaba como un ángel. Visión que me provocó en lo más
profundo de mi corazón el deseo de besar sus labios y no pude resistirme, y al
hacerlo ella despertó. “¡Buenos días!” Nos dijimos mutuamente casi al unísono,
y sonreímos, sus ojos relampaguearon y volvimos a besarnos, felices de volver a
compartir nuestras vidas.
“Buenos días, felicitaciones por su
nueva pareja…!” me saludaban alegremente mis amigos y conocidos al vernos
pasear.
“Pobre incrédulos!” le susurraba a los
oídos de María, “Ellos nunca entenderían que realmente eres Sarah!”