Este es un cuento del género literario erótico. Use su libre albedrío para leerla.
SEGUNDA PARTE...
SEGUNDA PARTE...
... Hasta que su alegría se iluminó y exclamó “Allí, allí está el banco de madera que te conté… Allí te imaginé conmigo… No sabes como me sentí tan sola esta mañana… pero ahora estás conmigo…!”. Y caminamos hacia él.
El banco era de madera, solida, amplio y con un respaldar inclinado. Además, estaba rodeado de un arco-bóveda de tiras entrelazadas de madera en el que las enredaderas de buganvillas la habían cubierto formando una estructura compacta.
Nos sentamos y, a pesar de la pasión que sentíamos, fuimos consciente de la belleza del lugar. El mar continuaba con su sinfonía infinita, reflejando a la luna que ya amenazaba con irse, discretamente, para darnos la privacidad necesaria y no ver lo que nuestras almas ya anunciaban lo que nuestros cuerpos anhelaban por hacer.
“Te busqué por caminos quizá equivocados… -me dijo mirándome a los ojos, y añadió-… no supe que a ti se llegaba por claros senderos… más ahora presiento que tu amor es sincero… y en aras del viento… tu me vas a llevar… A las puertas del cielo, al confín de los mares…!”
Entonces nos besamos, y la pasión reprimida tantas veces hizo que inmediatamente la lujuria se desborde, como un torrente embriagante, por nuestro cuerpo, en el que besar y morder nuestros labios ya no eran suficientes, ni para mí y ni para ella. Besé su cuello y sus hombros mientras ella temblaba, y de allí a sus desnudos pechos, los que llenaron mi boca, cada una, como jugosas frutas, para luego morder sus erguidas protuberancias hasta hacerla gemir y oír el extenuante jadeo de su respiración, sintiendo en mis labios los latidos del galope de su excitado corazón… Hasta que sus suaves manos, con delicado gesto, me separaron de ella y la miré.
Aún quedaban en mi mente atisbo de conciencia, lo que me permitió descubrir en el transfigurado rostro de Liola, que si bien la hora del éxtasis no había llegado aún, ahora era otro el punto de su ansiedad erótica.
Entonces, guiado por sus manos que tomaban mi cabeza, giré mi cuerpo, dejé el asiento del banco y me arrodillé frente a ella. No sé si Liola era totalmente consciente y vio lo que hice, pero su instinto de hembra la hizo inclinarse más atrás, doblar sus piernas y recogerlas para apoyar sus talones sobre el filo de asiento, a la vez que subía su faldón hasta la cintura y, abriendolas a los costados se abandonó sobre el respaldo del asiento.
La luna envió su último resplandor de luz como excitada de saber lo que venía, así yo pude ver a su vez los esplendorosos labios de Liola, húmedos, entreabiertos y sedientos de ser besados, invitándome a beber el néctar que de ella brotaba.
Hundí mi rostro en aquel exquisito manantial y sentí el húmedo y ardiente calor de un incendio que pedía ser extinguido a como dé lugar. Besé primero y luego mordí sus labios y un alarido escapó de su garganta. Su cuerpo tembló, y me contuve pensando que iba muy rápido. Entonces, me entretuve por unos segundos en los alrededores de sus pliegues, besando y rozando con mis labios la loma cubierta de un espeso bosque y su entorno, hasta que los temblores cesaron para convertirse en un ondulante y suave vaivén. Sus dulces alaridos, que fueron ahogados por el ruido de las olas de mar, ahora eran excitantes gemidos, ecos de mis caricias y termómetro de su pasión.
Sentí sus dedos hundirse en mis cabellos como una suave caricia, acompañados de profundos y espaciados suspiros. Y así, con sus manos aprisionando mi nuca, volvió a guiarme por su vibrante llanura hasta llegar a las profundidades de su inundado valle en el que amenazó ahogarme. Sus gemidos aumentaron y, soltando mis cabellos, estos se transformaron en la guía del placer. Entonces, tomó mis manos, entrelazando nuestros dedos como un seguro para no apartarnos jamás.
El ritmo del vaivén de su cuerpo y los gemidos que escapaban de su garganta aumentaron con la misma intensidad que mis besos y mordiscos. Me hundía entre sus labios y mi lengua se paseaba por las orillas de la profundidad de su herida, tanto como ella quería, para luego jugar en el entorno, hasta que llegamos al borde del abismo.
Yo ya lo intuía, desde el momento en que ella entrelazó sus dedos con los míos, que Liola quería llegar a la cumbre del Everest y no a la simple cima de un picacho, y la única manera de lograrlo era avanzar en varias etapas para evitar perecer en el camino, y que yo, como su ‘sherpa’, sabía que había llegado la hora del primer peldaño.
Me separé por un instante de ella, lo justo para mirarla, y la vi cimbreándose y jadeando a la espera del empujón definitivo que la enviara al dulce vacío del orgasmo. Vi sus carnosos y palpitantes labios, mojados del néctar de la lujuria, y vi también, en la juntura superior de estos, al erguido lóbulo que palpitaba intermitentes luces pidiendo ser devorado. Sí, la hora había llegado y me lancé contra el libidinoso faro, y así, pegado a ella, fuimos en una caída libre en la que, como guía, no podía perder la conciencia de mis actos.
Sus manos se crisparon en las mías y un tsunami de gemidos y movimientos anunciaron el inminente desborde del dique del placer… Y no la abandoné ni un instante. El ritmo de su pelvis se volvió frenético e imparable y el jadeo en su garganta amenazaba con ahogarla, como angustiada por no lograr romper el imaginario dique de su alma que aún atrapaba la explosión de su felicidad. Sus manos apretaron aún más las mías y, no sé cómo, en ese instante la miré por entre la espesura del bosque en el que me encontraba agazapado, y así supe que ya estábamos muy cerca del Big Bang de la gloria, porque su rostro se había transfigurado, los iris de sus ojos se habían escondido, sus fosas nasales vibraban y sus labios se estiraron en un rictus de muerte celestial. Entonces arremetí nuevamente contra su sensible lóbulo y ella rodeó mis hombros con sus piernas, hasta que al fin estalló en gritos y espasmos incontrolados que golpearon mi rostro, pero aún así no la abandoné. El voluptuoso tsunami duró sólo un minuto, en cambio, la dulce corriente de energía que recorrió su cuerpo, haciéndola temblar seguidos de intermitentes espasmos y enervando los poros de su piel, se prolongó en una dulce eternidad. Energía de amor y felicidad que pude beber directamente de su inagotable manantial.
Por unos minutos seguí sumergido en ella, acompañándola, acariciándola muy suavemente con mis labios. Así, fui testigo de sus esporádicos y lentos espasmos que siguieron al tsunami experimentado, hasta que la calma regresó. Luego cubrí su desnudez, exactamente como lo hizo Adán después de comerse la manzana de Eva, pero no de vergüenza sino de celos de que el viejo, desde el cielo, la pueda ver. Y permanecí otros tantos apoyándome en su regazo mientras ella, inmensamente agradecida, acariciaba mis cabellos.
Habré estado como una hora, creo, arrodillado sobre la arena desde que había empezado mi faena lingüística hasta el descanso, y al quererme parar no pude evitar el exhalar un quejido al estirar mis entumecidas piernas y enderezar mi cintura.
Liola tomó mis manos e hizo que me sentara a su lado, miró mis ojos y los detalles de mi rostro, y mientras sonreía me acarició.
“¿Seré yo el hombre que ayer esperabas?... ¿Seguiré siendo él?... ¿O acaso ya terminó la magia del momento?” Me pregunté en silencio.
Liola pasó sus dedos por mis cejas, por mi frente, por las arrugas de mis ojos y mis sienes, mis pómulos y mi encanecida barba… y suspiró.
Yo estuve atento a cada uno de sus gestos y a la expresión de sus ojos para descubrir algo, sino el hastío, la decepción, o el simple ya!. Pero, nada, nada empañó la radiante felicidad que brotaba de ella de tenerme a su lado… y me halagó.
Entonces Liola acercó su rostro, me besó tiernamente y sentí muy suavemente su tibia lengua entre mis labios. Y descubrí que ya no había fuego sino ternura, y me gustó aún más. Se acurrucó en mi pecho como queriendo hundirse en mi corazón y así dormimos por unos minutos, ¿cuántos? No sé.
De pronto ella despertó, y lo abrupto de su movimiento me despertó a mí también, y mirándome a los ojos me dijo: “A las puertas del cielo, al confín de los mares… Cuantas veces en mis sueños te he llevado junto a mí… He sentido tu mano como suave caricia… Y en el eco de tu risa una nueva primavera… A las puertas del cielo, al confín de los mares… Te he llevado junto a mí, Te he llevado junto a mí… Amor!” y sin mediar más palabras me besó mientras se sentaba en mis rodillas, frente a mí.
Ambos, afanosos y deliberadamente, buscamos mi correa y la cremallera de mi pantalón para liberar lo que se anteponía entre nosotros y nuestras intenciones.
Sabía a dónde llegaría ahora, aunque jamás imaginé la felicidad que iba a sentir. Yo estaba intacto, había sabido contenerme durante toda la noche pero ahora dudaba, siquiera, poder resistir tan sólo el húmedo calor de sus entrañas.
Liola no dio rodeos ni preámbulos amatorios, ella ya estaba dispuesta nuevamente como una salvaje hembra en celo. Lo supe porque sentí el angustiado temblor de sus manos al liberar las barreras que se interponía entre mí y el centro de su identidad femenina. Temblor que aumentó cuando sin miramientos atrapó a mi erguida masculinidad para guiarlo, y sólo dejarlo ir, en el borde del abismo de la profundidad de su ser.
Su embate fue violento y profundo, tanto que la hizo lanzar un quejido, a la vez que sacudía su cabellera como una loba herida. Pero yo, además, sentí que algo crujió, realmente no sé si fue el banco de madera, los frágiles huesos de la cadera de Liola o los míos, pero inmediatamente sentí el sofocante calor de sus labios aprisionándome en su totalmente anegada profundidad del dulce néctar que le permitía a mi nave navegar entre el estrecho espacio de su palpitante corredor.
Liola no me esperó y, tan pronto me sintió dentro de ella, emprendió su loca carrera para alcanzar las estrellas, lo que en definitiva me ayudó porque prolongó mi llegada, dándome ventaja hasta que mi respiración se hizo unísona con la de ella.
Ahora, frente a frente, y sin embriagarme aún del placer, podía deleitarme viendo los rictus de su rostro provocado por el placer recibido. Sus mejillas temblaban nerviosamente, sus fosas nasales vibraban, sus labios se estiraban y a través de la ranura de sus ojos podía ver que sus oscuros iris se habían fugado dejando sólo la blancura de ellos.
Ella estaba fuera de sí, como poseída por el placer, muy cerca al éxtasis del paroxismo, y yo me iba acercando aceleradamente, entonces mi instinto animal tomó las riendas de mis actos. Y me perdí por un instante. Deslicé mis manos debajo de su falda, jugué con sus redondeces y depresiones, luego agarré fuertemente sus caderas y pude, de manera frenética y sin descanso, estrellarla contra mí, hasta que la escuché decir un desesperado “Ya… Ya” anunciando la llegada, entonces arremetí con más fuerza y ambos estallamos en convulsiones que nos llevó al cielo en un apretado abrazo.
Sí, al cielo, porque Liola logró susurrar a mi oído, entre espasmos, jadeos y balanceos, una dulce oración... “A las puertas del cielo, al confín de los mares…” y yo veía, en mi intermitente estado de conciencia, entre el placer y la realidad, al oscuro firmamento aclararse en un nuevo amanecer, y creía sentir que de veras llegaba a las puertas de cielo y al confín de los mares.
“Entonces mis sueños… -dijo casi ahogándose en sus espasmos-… Se harán realidades… Ahora sí sé que es cierto que yo volaré junto a ti!” y una nueva ola de contracciones me anunciaba que su felicidad era plena, mucho más allá del simple sexo o del placer provocado en cualquier lugar de su cuerpo, sino de su alma al sentirse amada sin condiciones ni reservas… “Ahora… presiento… que tu amor es sincero… -volvió a decirme-… y en aras del viento… tu me vas a llevar… como cuando… A las puertas del cielo, Al confín de los mares… Cuantas veces en mis sueños te he llevado junto a mí… Te he llevado junto a mí… Junto a mí...!” y Liola se durmió en mis brazos.
Fue la alarma de mi reloj lo que nos despertó. Eran las 8 de la mañana y nadie en la playa de Carmél aún daba señales de vida. Habíamos dormido sobre el banco de madera casi tres horas, y el sentido común nos decía que no podíamos seguir allí.
No sé en qué momento Liola se había escurrido de mis rodillas al asiento aunque seguía abrazándome, apoyada sobre mi pecho.
“Dios mió, gracias por este nuevo día!”, dijo Liola estirando sus brazos al cielo a manera de plegaria y para desentumecer los músculos de su cuerpo.
Yo me paré con dificultad y maldije mi maldita vejez, “Mierda, dos noches más como ésta y me voy derechito al infierno!”, mientras ponía mis dos manos en mi cintura, a la altura de mis riñones, y estiraba mi abdomen hacia atrás. Luego bebí un sorbo del whisky de tennessee que tenía en mi bolso, me enjuagué y escupí el sabor amargo de mi boca en la arena, luego busqué una pastilla de menta en el bolsillo de mi chaqueta, tomé uno y le ofrecí otro a Liola, la que rechazó. Entonces caminé hacía el mar que estaba a escasos 100 metros del banco de madera. Allí, otra vez estiré mis brazos e hice algunos giros de cintura, doblé mis rodillas, y la conciencia regresó a mí. Sí, así somos de estúpidos los hombres, hacemos el amor de una manera gloriosa en la noche y al día siguiente nos olvidamos de nuestra pareja, solo me faltaba encender un cigarrillo e irme a pasear por la orilla del mar. Pero no, no hice eso, sino reaccioné. Giré en busca de Liola para reparar mi descuido, y la vi sentada en el banco de madera, doblada y con el rostro entre sus manos, entonces fui hacía ella.
“Liola… -le dije arrodillándome frente a ella, y añadí-… me has dado la noche más grande de mi vida!” y acaricié su cabello.
Ella levantó su rostro. Vi sus ojos oscuros enturbiados, por primera vez, por la tristeza y la huella del llanto aunque ya estaba serena. En silencio la acaricié mientras descubría más detalles de su rostro que a ella no le importaba esconder. Lo poco del maquillaje que usaba había desaparecido. Las arrugas alrededor de sus ojos y labios, y los de su frente estaban totalmente expuestos a mis ojos. Entonces sonrió levemente, y un surco se hizo en ambas mejillas.
“Dios mío… Qué bella eres!” le dije, y ella sollozó escondida en mi hombro. Entonces volví a darme cuenta de otro descuido. Ella me había dicho una y mil veces que me amaba, y yo ninguna. Entonces, acaricié su cabello y le susurré al oído lo que ella estuvo esperando toda la noche oír de mis labios.
“Liola… Te amo… Te amo más que a mi vida!”.
Ella levantó su rostro y con los ojos cerrados me ofreció sus labios. La besé, y nos besamos sin pasión, sino con ternura. Era verdad, la amaba, la amaba más que a mi vida.
Liola se reanimó, su sonrisa regresó a sus labios, me miró y empezó a susurrar una canción.
“De pronto me dices
Que poco te cuesta
buscar una casa muy linda que ha de ser nuestra
Que tiene jardines
buscar una casa muy linda que ha de ser nuestra
Que tiene jardines
Colgados del cielo
con miles de niños con tanta ternura en sus juegos
Entonces mis sueños
con miles de niños con tanta ternura en sus juegos
Entonces mis sueños
Se harán realidades
ahora sí, que es cierto que yo volaré junto a ti!”
ahora sí, que es cierto que yo volaré junto a ti!”
Y levantándonos del banco corrimos a la orilla del mar, a la vez que gritábamos al viento la canción que llevábamos en el alma y que había estado presente, acompañándonos, toda la noche.
“A las puertas del cielo, al confín de los mares,
cuántas veces en mi sueños te he llevado junto a mi,
he sentido tu mano como suave caricia
y en el eco de tu risa una nueva primavera
A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mi
te he llevado junto a mí
te he llevado junto a mí
junto a mí...”
cuántas veces en mi sueños te he llevado junto a mi,
he sentido tu mano como suave caricia
y en el eco de tu risa una nueva primavera
A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mi
te he llevado junto a mí
te he llevado junto a mí
junto a mí...”
La dejé en la terraza de su hotel y quedamos en vernos en una hora, para desayunar juntos.
Yo regresé a mi hotel con el alma henchida de felicidad, me di un baño muy reconfortante de agua tibia mientras pensaba que la felicidad había renacido nuevamente en mi espíritu como nunca lo había imaginado, pero… Pero, estaba ante un gran problema. No quise pensar más acerca de eso, y bloqueé mis raciocinios o a la severa acusadora denuncia de mi conciencia.
Fui unos minutos antes de las 9 a.m. al restaurante de comida mexicana; allí me encontraría con Liola.
“Buenos días, Señor… En unos minutos estaremos listos para servirle el desayuno” me dijo el mismo joven que me había atendido la noche anterior, haciendo un alto a sus labores de arreglo.
Sentado en una mesa del Patio leí el menú y la boca se me hizo agua al imaginar el plato de quesadillas y enchiladas que iba a ordenar. “¿Qué comerá Liola?” me pregunté. Luego tomé el periódico local y leí los avisos e historias acerca de Carmél, hasta que terminé de leer lo que inclusive ni me interesaba. Miré mi reloj. “9:30 a.m. y no llega Liola” me dije, no molesto por la tardanza, sino preocupado.
“Gusta ordenar su desayuno, señor?” me dijo amablemente el mozo del restaurante.
“Estoy esperando a alguien más!” le dije a manera de negativa a su pregunta.
“Oh, a la señora de anoche… Su esposa es muy bonita, señor!”
“Sí, a ella!” le dije para no darle explicaciones.
Esperé media hora más, pero ella no llegó.
“Joven… -llamé al mozo y le pregunté-… ¿Conoces el teléfono del hotel ‘The Colonial Terrace’?”.
“Sí señor…-y acercándose a la mesa tomó el periódico local, buscó en unas páginas, y cuando lo encontró me lo enseñó-… Este es señor!”
Marqué en mi celular en número mostrado en el anuncio, y el rin de la llamada me anunció que alguien me iba a contestar.
“Aló… The Colonial Terrace para servirlo!” me contestó alguien al otro lado de la línea.
“Por favor comuníqueme con Liola!” le ordené.
“Un momento por favor… -me dijo, y demoró menos de un minuto en volver a hablar-… Señor… aquí no hay nadie registrado con ese nombre… O quizás es un diminutivo de su nombre real… ¿Lo conoce Ud.?” La persona al teléfono había sido muy amable en su trato, y demostraba experiencia en su trabajo.
Yo no sabía el nombre completo de Liola, y me sentí muy avergonzado de eso.
“Voy para allá!” le dije como única respuesta al caos de ideas que tenía en mi mente.
Fui al hotel, al mismísimo lugar en donde dos veces la había visto entrar. Allí me atendieron amablemente, me enseñaron el libro de Registro, en donde había sólo seis parejas alojadas desde ayer o el día anterior. Y nadie correspondía a la descripción que di de Liola. No insistí más, y pidiendo disculpas por mi supuesta confusión me marché.
“No puede ser… -me dije al subir al Mustang-… no puede ser, anoche la traje aquí, se cambió de ropa, y ésta mañana vine caminando con ella hasta esta terraza!”
Encendí el motor y fui a recorrer el camino Scenic Road. Llegué al lugar en donde la había besado por primera vez. “Estuvimos aquí!” me dije.
Luego regresé por el mismo camino en busca del banco de madera en donde habíamos pasado la noche y amanecido.
“Dios mío… -exclamé al ver su suéter blanco que había olvidado en el banco, cuando salimos a correr por la playa emocionados por la canción- … ¿qué hice mal para que me hayas abandonado?” Y me dolió en lo más profundo de mi alma su abandono sin excusa alguna.
“Yo no te iba a obligar a nada… Si esto era el amor de una noche, no te lo iba a reprochar… Nooo… Pero no te has podido ir así!” y mis ojos se humedecieron.
Dejé Carmél con dolor, aunque siempre la recordaría asociada a la más extraordinaria experiencia amatoria de mi vida… “Sólo comparada con mi Luna de Miel hace ya más de 25 años!” me dije reconfortandome a mi mismo.
Aún me quedaban dos horas de viaje por aquella paradisíaca carretera para llegar a San Francisco. Tiempo que voló porque mi mente repetía una y mil veces los recientes recuerdos de mi aventura. “Sí, mi aventura, una simple pero extraordinaria aventura!”. Traté de confortarme.
Llegué a San Francisco, firmé el contrato, bebimos Whiskey Americano, ‘Jim Beam’, para celebrarlo y me marché.
De regreso, tenía la malsana idea de parar en Carmél y buscar a Liola nuevamente.
Llegué justo al atardecer y no tenía la intención de alojarme en ningún hotel. Fui directo al restaurante de comida mejicana porque una corazonada palpitaba en mi alma, además de la duda de que todo podría haber sido un sueño, que necesitaba despejar. Yo estaba seguro que allí, la noche anterior, el barman y el mozo nos habían visto.
En el trayecto, una idea me vino a la mente como un rayo “¿Y si es casada y ahora está acompañada de su marido?”
Estacioné mi mustang en el parqueadero del restaurante y cuando caminaba al local me dije “Entonces me despediré de ella con un adiós con los ojos… Pero, dios mío, quiero verla otra vez!” y entré al restaurante.
Sí, allí… allí estaba ella… Sola, sentada en la misma silla alta del bar, en donde la abordé anoche.
Ella me vio, y yo volví a ver en su rostro su angelical sonrisa. Sus ojos se encendieron de alegría, invitándome a acercarme.
“Hola… -le dije sonriendo porque no había reproches en mi alma, sino alegría de volverla a ver-… ¿quieres beber algo?”
“Sí… Lo mismo de anoche!”
El barman ya estaba a nuestro lado sonriendo amablemente.
“Una Margarita de fresa para mí… -se adelantó Liola, y añadió-… Y un Tequila Sunrise para mi marido!”.
El solo hecho de escuchar aquella palabra ‘Mi marido’ lavó como un bálsamo la herida que tenía en el corazón.
“¿En el patio?” dijo el solicito barman.
“Sí” contestamos ambos al unísono, y reímos.
En el patio, en un principio, conversamos de banalidades aunque como no había mucho de esto fuimos al tema de su inexplicable desaparición.
“Primero, debes de saber que esta noche te esperaba… -me dijo muy sería, y sonriendo añadió-… pero aun así, al verte, me sorprendí… ahora estoy más feliz que nunca porque regresaste a mí sin importarte nada!”
“¿Pero por qué te fuiste de esa manera? ¿Acaso eres casada? ¿O sólo querías estar conmigo un momento y nada más? Cualquier cosa que me hubieras dicho, inclusive una mentira, lo hubiera aceptado y me hubiese conformado… Pero no tu silencio, por dios… Te amo Liola. Te amo!”
“Y yo a ti… más de lo que te imaginas… Pero es muy difícil explicártelo…” me dijo bajando la cabeza como queriendo ocultarme sus ojos, y en ellos, un secreto.
“Pero no he regresado a reclamar ni a exigirte nada… -le dije con sinceridad, y con dolor añadí-… sólo vine por una explicación, si era posible, sin saber realmente si te encontraría… y también a decirte adiós!”
Liola no lloró ni estaba triste por mis palabras, aunque me resultaba incomprensible su actitud y sus declaraciones de amor. Me había dicho que me amaba más de lo que yo podía imaginar, sin embargo, al decirle que me iba para no verla nunca más se mostró casi indiferente, sino radiante de alegría. Sí, realmente no la comprendía, y estuve a punto de arruinar nuestra despedida marchándome abruptamente.
Ella comprendió el dolor que me causaba y levantando su rostro me dijo “Te lo explicaré amor mío… Mereces saber la verdad… Tienes que saberlo antes de marcharte para que nunca dudes de mi amor!”
“Bueno Liola… Dímelo!” y me dispuse a escuchar una excusa.
“Pero no puede ser aquí, debemos ir a un lugar, y allí entenderás la sinceridad de mis palabras!” me dijo con suavidad a la vez que tomaba mis manos, y comprendí que había adivinado el menosprecio de mi pensamiento, quizás por el tono de mis palabras.
Salimos y subimos a mi auto, entonces me dijo “¿Recuerdas dónde me viste por primera vez?”
“Sí, en la playa, cerca de aquí, a las afueras de Carmél!”
“Bien, entonces vamos allá!”
Manejé despacio, no tenía ningún apuro, el lugar estaba cerca y en quince minutos ya estábamos allí. Me estacioné en la playa, alejado de la carretera, apagué el motor y las luces del auto, y la miré como quien espera su respuesta. Mi actitud era un tanto fría, cruelmente fría, después de la pasión y el desengaño sentido.
Liola se dio perfectamente cuenta de mi estado emocional, entonces tomó mi mano y me sonrió. “Dios mío, su rostro es sincero!” me dije y acepté la caricia de sus manos.
Bajamos del auto, me recosté en el guardafango y ella se recostó sobre mí. Su cuerpo, su calor y la proximidad de sus labios disiparon mi mal humor. Nos besamos, y nuestras lenguas volvieron a acariciarse con ardor. Acaricié su cuerpo, desde su nuca hasta su torneado trasero, mientras ella vibraba. Luego vino la calma, y recostada sobre mi pecho me dijo.
“Todo, absolutamente todo lo que te dije ayer fue cierto, sé que algunas cosa eran incoherentes para ti, y tu silencio me ayudó, pero esta noche lo comprenderás todo. Además, quiero que sepas que hice el amor contigo de una manera verdadera, me entregué a ti sin reservas ni condiciones… de manera única y exclusiva porque no hay nadie más en mi vida… y no tienes porqué dudar de mi amor!”
Liola volvió a besarme y sentí en mis labios su sinceridad.
“Tu no me crees cuando te digo que te he amado desde siempre… -me dijo mirándome a los ojos, y añadió para sorpresa mía-… sin embargo dices creer que existen otras vidas… en un tiempo pasado…!”
Yo la miré asombrado, porque lo que me decía no era simple retórica, ni poesía, ya que lo que creía lo había guardado siempre conmigo, sin comentarlo con nadie.
“Existen otras vidas… Y en una de ellas te amé hasta la locura, pero una tragedia nos separó…-me confesó mirándome a los ojos, y con su imperturbable mirada siguió-… Como bien sabes, en ningún momento he pronunciado tu nombre, porque es absurdo decirlo si conocemos nuestras almas…”
Yo estaba absorto escuchando sus palabras mientras la tenía abrazada a mi cuerpo. Ella no era un espíritu, ni un espectro, sino una dulce criatura que juraba amarme.
“Hace muchos años, antes que nacieras, estuvimos aquí en Carmél en nuestra Luna de Miel… fueron días y noche de amor y pasión inolvidable y me amaste de tal manera que marcaste mi alma para la eternidad…”
Liola me abrazó fuertemente como queriendo hacerme recordar con su cuerpo lo que decían sus palabras. Entonces, tuve la extraña sensación de que su voz no llegaba a mis oídos sino directamente a mi alma. Y me sentí triste y culpable de haber dudado de ella, entonces mis ojos se llenaron de lágrimas.
“¿Recuerdas lo de anoche?” me susurró.
“Sí!” le respondí.
“Lo de anoche fue un hermoso ritual que repetí del recuerdo de nuestro último acto de amor que tuvimos antes de la tragedia… Y así, gracias a ti… Quedé liberada!”
Yo lloraba en silencio ante el relato de Liola porque ahora comprendía el porqué de los detalles que ella se afanó en seguir la noche pasada. En realidad, podía sentir su alma acariciando la mía más allá de sus palabras.
“Me liberaste con tu amor y entrega sincera, y con la felicidad que me diste. No sólo fue el sexo sino que a través de esa unión tan íntima rescataste mi alma de las tinieblas del limbo del dolor, y me liberaste de este maldito lugar… ¿Recuerdas la canción que cantamos?”
“Sííí” le dije entre sollozos.
“Alégrate… No llores… -me rogó dulcemente, y añadió-… Esa es nuestra canción… De principio a fin, cada palabra, cada frase… Escúchala y recuérdame cada vez que lo hagas!”.
Yo enjugué mis lágrimas, y sentí en mi alma que ella se iba a ir pronto. Entonces la besé con misma ternura como cuando se despide al ser amado en un viaje eterno, y mis lágrimas volvieron a inundar mi rostro, y mi llanto amenazó mí respiración.
“No llores mi amor… -me rogó-… Vuelvo a ser feliz, y así te parezca contradictorio estaré a tu lado para siempre… Abrázame fuerte y acompáñame!”
Yo la abracé, y caminamos con dirección al mar. En el trayecto me contó: “Aquí vinimos una noche como hoy, hace ya muchos años, tú te quedaste en la playa y yo entré a nadar… pero jamás salí. Tú te volviste loco, te lanzaste al mar, me buscaste y estuviste a punto de ahogarte, pero el mar te arrojó inconsciente… y tu vida continuó… Pero, yo me quedé atrapada, deambulando por estas playas por años hasta que volviste a llegar aquí… El resto ya lo sabes… ¿Ahora me comprendes?”
“Sí, sí, Liola… Sííí!!!” y no pude reprimir más mis lagrimas, y temblé llorando como un niño desconsolado.
Liola me miró y la luna iluminó su rostro. Ella estaba serena, hermosa como una diosa, con una tenue sonrisa en los labios. Yo sentía que ella estaba a punto de partir, a punto de dejarme, y yo ya no podía controlar más mis emociones.
Volvió a besarme, y a través de sus labios acarició mi espíritu trasmitiéndome serenidad. Mis lágrimas cesaron, mi respiración se calmó y pude ser consciente de lo que venía.
“Compréndeme… -me dijo con voz celestial-… La vida nunca termina y sólo morimos para renacer en un infinito de posibilidades que el universo nos ofrece… Y yo… Yo siempre estaré a tu lado… Ya lo verás”
Estábamos en la orilla de la playa, justo en donde la vi pasar a mi lado la tarde de ayer. Yo ya me había calmado completamente, aunque abrazaba a Liola y no estaba dispuesto a dejarla ir.
“Siempre estaré a tu lado… -volvió a decirme, y añadió para explicarme-… Siempre lo he estado, aunque no recuerdas tus sueños, y estás tan ocupado que no me ves… Y si aun lo dudas, ¿Quién crees que te trajo hasta aquí?” y empezó a susurrar lo que ella llamaba nuestra canción.
“A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mí
he sentido tu mano como suave caricia
y en el eco de tu risa una nueva primavera…”
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mí
he sentido tu mano como suave caricia
y en el eco de tu risa una nueva primavera…”
No, no la iba a dejar ir por más promesas que me hiciera, pero ella se escurrió como un alma a través de mis brazos. La vi frente a mí, desnuda, sonriendo, prometiéndome:
”A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mí
te he llevado junto a mí
junto a mí....”
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mí
te he llevado junto a mí
junto a mí....”
Liola entró al agua y, caminando sobre las olas, con los brazos extendidos como para alcanzar la luna se fue cantando “A las puertas del cielo… al confín de los mares…” y la melodía siguió sonando en mi alma mucho después que desapareció de mi vista.
Pasé un largo rato allí, arrodillado en la arena, con los brazos abiertos, en la más completa oscuridad de la soledad, meditando en algo que no alcanzaba a comprender. Y de pronto, mirando al cielo, vi cruzar una estrella fugaz en el oscuro firmamento. Entonces sucedió un milagro, no sé si en el universo o en la intimidad de mi espíritu, porque vi explotar una estrella nova, ante mis ojos, en millones de fragmentos luminosos que dibujaron el rostro de Liola, sonriéndome, mientras me cantaba “A las puertas de cielo… cuántas veces te he llevado junto a mí…!” y llegué a ver por un brevísimo instante la maravilla multicolor del cielo, y un haz de luz llegando a mí.
Claro que es imposible comprender lo que sólo está reservado para quienes dejan este mundo, esta realidad, de la que había sido un testigo de excepción, y sin comprenderlo sólo lo acepté como tal, y así regresé a mi auto, en donde pasé el resto de la noche, como quien vela al ser querido.
Al día siguiente no quise marcharme de Carmél, así que volví a recorrer los lugares en que había estado con mi amada. Mi tristeza había desaparecido, ahora me invadía una extraña alegría que colmaba mi espíritu.
Salí por la tarde de Carmél, sintiendo como si me despidiera del recuerdo de Liola.
El viento contra mi rostro me refrescó los pensamientos, pensé en mi casa, en mi esposa y mis hijos, entonces llamé por teléfono y anuncié mi llegada para la medianoche.
“Cuídate mi amor, maneja con cuidado!” Me dijo mi esposa.
El trayecto de regreso ya no fue tan espectacular como la primera vez, aunque pude apreciar un maravilloso ocaso al borde de la carretera y el mar.
Llegué a casa después de la medianoche. No guardé el Mustang en la cochera para evitar el odioso ruido que hacía la puerta eléctrica del garaje al abrir y cerrar. Y silenciosamente entré a casa, todos dormían.
Entré a mi recamara, y vi que una muy tenue lámpara estaba encendida en la mesa de noche y la silueta de mi mujer en la cama cubierta por las sabanas.
“Me estuvo esperando… pero el sueño la venció!” me dije, y evitando hacer ruidos fui al baño a darme una ducha tibia.
La suave caricia del agua refrescó no sólo mi cuerpo, sino también mi espíritu. Pero de pronto escuché la voz de mi esposa que me decía, entrando al baño, “Tardaste mi amor…!”.
Yo no podía verla nítidamente, ni ella a mí, debido a que el vapor había empañado las transparentes paredes de la ducha. Escuché que ella hacía algo en el botiquín y el lavadero, y el aroma de un perfume me alcanzó, entonces sonreí adivinando sus intenciones.
“Te tengo una sorpresa, cariño…!” me dijo musicalmente y la vi acercarse a través del empañado cristal.
Ella corrió la puerta de la ducha diciéndome alegremente “Me corté el cabello… Ojala te guste!”.
Lo que vi dio un vuelco a mi espíritu porque era Liola la que estaba allí, frente a mí. Sus ojos, sus cejas, el pequeño lunar cercano a sus labios, su cabello, desnuda y sonriente, con una mano en su cadera y la otra en lo alto, posando para mí.
No sé qué expresión de sorpresa se dibujó mi rostro, porque mi mujer me dijo “Hey, payaso, no exageres!” y dándome un palmazo en el hombro entró a la ducha, cerrando la puerta tras de sí.
Sin dejar de reír y hablar al mismo tiempo, como siempre lo hacía, me dijo que me había extrañado, mientras que con sus manos terminaba de enjuagar mi cuerpo. Entonces, se puso frente a mí, me dio un apasionado beso francés y luego, sin más aviso, se arrodilló, no para venerarme exactamente, sino para llevarme a las puertas del cielo.
Dios mío, qué estúpidos somos los maridos… Que ciegos somos los hombres para no ver la felicidad a nuestro lado.
Más tarde, poco antes de dormir, en la intimidad de nuestra cama mi esposa me contó con lujo de detalles el sueño que había tenido la noche anterior “Por eso me corté el cabello, cariño!” me dijo con gracia, acurrucada a mí.
Sí, la misma historia que ya les conté.
“Buenas noches, Anna”. Le dije.
“Buenas noches, cariño”, me respondió… ¿Liola?
“Buenas noches, amigos”, les digo a Uds.
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