viernes, 15 de julio de 2011

LIOLA… A LAS PUERTAS DEL CIELO... PARTE 2, FINAL




Este es un cuento del género literario erótico. Use su libre albedrío para leerla. 
SEGUNDA PARTE...
... Hasta que su alegría se iluminó y exclamó “Allí, allí está el banco de madera que te conté… Allí te imaginé conmigo… No sabes como me sentí tan sola esta mañana… pero ahora estás conmigo…!”. Y caminamos hacia él.
El banco era de madera, solida, amplio y con un respaldar inclinado. Además, estaba rodeado de un arco-bóveda de tiras entrelazadas de madera en el que las enredaderas de buganvillas la habían cubierto formando una estructura compacta.
Nos sentamos y, a pesar de la pasión que sentíamos, fuimos consciente de la belleza del lugar. El mar continuaba con su sinfonía infinita, reflejando a la luna que ya amenazaba con irse, discretamente, para darnos la privacidad necesaria y no ver lo que nuestras almas ya anunciaban lo que nuestros cuerpos anhelaban por hacer.
“Te busqué por caminos quizá equivocados… -me dijo mirándome a los ojos, y añadió-… no supe que a ti se llegaba por claros senderos… más ahora presiento que tu amor es sincero… y en aras del viento… tu me vas a llevar… A las puertas del cielo, al confín de los mares…!”
Entonces nos besamos, y la pasión reprimida tantas veces hizo que inmediatamente la lujuria se desborde, como un torrente embriagante, por nuestro cuerpo, en el que besar y morder nuestros labios ya no eran suficientes, ni para mí y ni para ella. Besé su cuello y sus hombros mientras ella temblaba, y de allí a sus desnudos pechos, los que llenaron mi boca, cada una, como jugosas frutas, para luego morder sus erguidas protuberancias hasta hacerla gemir y oír el extenuante jadeo de su respiración, sintiendo en mis labios los latidos del galope de su excitado corazón… Hasta que sus suaves manos, con delicado gesto, me separaron de ella y la miré.
Aún quedaban en mi mente atisbo de conciencia, lo que me permitió descubrir en el transfigurado rostro de Liola, que si bien la hora del éxtasis  no había llegado aún, ahora era otro el punto de su ansiedad erótica.
Entonces, guiado por sus manos que tomaban mi cabeza, giré mi cuerpo, dejé el asiento del banco y me arrodillé frente a ella. No sé si Liola era totalmente consciente y vio lo que hice, pero su instinto de hembra la hizo inclinarse más atrás, doblar sus piernas y recogerlas para apoyar sus talones sobre el filo de asiento, a la vez que subía su faldón hasta la cintura y, abriendolas a los costados se abandonó sobre el respaldo del asiento.
La luna envió su último resplandor de luz como excitada de saber lo que venía, así yo pude ver a su vez los esplendorosos labios de Liola, húmedos, entreabiertos y sedientos de ser besados, invitándome a beber el néctar que de ella brotaba.
Hundí mi rostro en aquel exquisito manantial y sentí el húmedo y ardiente calor de un incendio que pedía ser extinguido a como dé lugar. Besé primero y luego mordí sus labios y un alarido escapó de su garganta. Su cuerpo tembló, y me contuve pensando que iba muy rápido. Entonces, me entretuve por unos segundos en los alrededores de sus pliegues, besando y rozando con mis labios la loma cubierta de un espeso bosque y su entorno, hasta que los temblores cesaron para convertirse en un ondulante y suave vaivén. Sus dulces alaridos, que fueron ahogados por el ruido de las olas de mar, ahora eran excitantes gemidos, ecos de mis caricias y termómetro de su pasión.
Sentí sus dedos hundirse en mis cabellos como una suave caricia, acompañados de profundos y espaciados suspiros. Y así, con sus manos aprisionando mi nuca, volvió a guiarme por su vibrante llanura hasta llegar a las profundidades de su inundado valle en el que amenazó ahogarme. Sus gemidos aumentaron y, soltando mis cabellos, estos se transformaron en la guía del placer. Entonces, tomó mis manos, entrelazando nuestros dedos como un seguro para no apartarnos jamás.
El ritmo del vaivén de su cuerpo y los gemidos que escapaban de su garganta aumentaron con la misma intensidad que mis besos y mordiscos. Me hundía entre sus labios y mi lengua se paseaba por las orillas de la profundidad de su herida, tanto como ella quería, para luego jugar en el entorno, hasta que llegamos al borde del abismo.
Yo ya lo intuía, desde el momento en que ella entrelazó sus dedos con los míos, que Liola quería llegar a la cumbre del Everest y no a la simple cima de un picacho, y la única manera de lograrlo era avanzar en varias etapas para evitar perecer en el camino, y que yo, como su ‘sherpa’, sabía que había llegado la hora del primer peldaño.
Me separé por un instante de ella, lo justo para mirarla, y la vi cimbreándose y jadeando a la espera del empujón definitivo que la enviara al dulce vacío del orgasmo. Vi sus carnosos y palpitantes labios, mojados del néctar de la lujuria, y vi también, en la juntura superior de estos, al erguido lóbulo que palpitaba intermitentes luces pidiendo ser devorado. Sí, la hora había llegado y me lancé contra el libidinoso faro, y así, pegado a ella, fuimos en una caída libre en la que, como guía, no podía perder la conciencia de mis actos.

Sus manos se crisparon en las mías y un tsunami de gemidos y movimientos anunciaron el inminente desborde del dique del placer… Y no la abandoné ni un instante. El ritmo de su pelvis se volvió frenético e imparable y el jadeo en su garganta amenazaba con ahogarla, como angustiada por no lograr romper el imaginario dique de su alma que aún atrapaba la explosión de su felicidad. Sus manos apretaron aún más las mías y, no sé cómo, en ese instante la miré por entre la espesura del bosque en el que me encontraba agazapado, y así supe que ya estábamos muy cerca del Big Bang de la gloria, porque su rostro se había transfigurado, los iris de sus ojos se habían escondido, sus fosas nasales vibraban y sus labios se estiraron en un rictus de muerte celestial. Entonces arremetí nuevamente contra su sensible lóbulo y ella rodeó mis hombros con sus piernas, hasta que al fin estalló en gritos y espasmos incontrolados que golpearon mi rostro, pero aún así no la abandoné. El voluptuoso tsunami duró sólo un minuto, en cambio, la dulce corriente de energía que recorrió su cuerpo, haciéndola temblar seguidos de intermitentes espasmos y enervando los poros de su piel, se prolongó en una dulce eternidad. Energía de amor y felicidad que pude beber directamente de su inagotable manantial.
Por unos minutos seguí sumergido en ella, acompañándola, acariciándola muy suavemente con mis labios. Así, fui testigo de sus esporádicos y lentos espasmos que siguieron al tsunami experimentado, hasta que la calma regresó. Luego cubrí su desnudez, exactamente como lo hizo Adán después de comerse la manzana de Eva, pero no de vergüenza sino de celos de que el viejo, desde el cielo, la pueda ver. Y permanecí otros tantos apoyándome en su regazo mientras ella, inmensamente agradecida, acariciaba mis cabellos.
Habré estado como una hora, creo, arrodillado sobre la arena desde que había empezado mi faena lingüística hasta el descanso, y al quererme parar no pude evitar el exhalar un quejido al estirar mis entumecidas piernas y enderezar mi cintura.
Liola tomó mis manos e hizo que me sentara a su lado, miró mis ojos y los detalles de mi rostro, y mientras sonreía me acarició.
“¿Seré yo el hombre que ayer esperabas?... ¿Seguiré siendo él?... ¿O acaso ya terminó la magia del momento?” Me pregunté en silencio.
Liola pasó sus dedos por mis cejas, por mi frente, por las arrugas de mis ojos y mis sienes, mis pómulos y mi encanecida barba… y suspiró.
Yo estuve atento a cada uno de sus gestos y a la expresión de sus ojos para descubrir algo, sino el hastío, la decepción, o el simple ya!. Pero, nada, nada empañó la radiante felicidad que brotaba de ella de tenerme a su lado… y me halagó.
Entonces Liola acercó su rostro, me besó tiernamente y sentí muy suavemente su tibia lengua entre mis labios. Y descubrí que ya no había fuego sino ternura, y me gustó aún más. Se acurrucó en mi pecho como queriendo hundirse en mi corazón y así dormimos por unos minutos, ¿cuántos? No sé.
De pronto ella despertó, y lo abrupto de su movimiento me despertó a mí también, y mirándome a los ojos me dijo: “A las puertas del cielo, al confín de los mares… Cuantas veces en mis sueños te he llevado junto a mí… He sentido tu mano como suave caricia… Y en el eco de tu risa una nueva primavera… A las puertas del cielo, al confín de los mares… Te he llevado junto a mí, Te he llevado junto a mí… Amor!” y sin mediar más palabras me besó mientras se sentaba en mis rodillas, frente a mí.
Ambos, afanosos y deliberadamente, buscamos mi correa y la cremallera de mi pantalón para liberar lo que se anteponía entre nosotros y nuestras intenciones.
Sabía a dónde llegaría ahora, aunque jamás imaginé la felicidad que iba a sentir. Yo estaba intacto, había sabido contenerme durante toda la noche pero ahora dudaba, siquiera, poder resistir tan sólo el húmedo calor de sus entrañas.
Liola no dio rodeos ni preámbulos amatorios, ella ya estaba dispuesta nuevamente como una salvaje hembra en celo. Lo supe porque sentí el angustiado temblor de sus manos al liberar las barreras que se interponía entre mí y el centro de su identidad femenina. Temblor que aumentó cuando sin miramientos atrapó a mi erguida masculinidad para guiarlo, y sólo dejarlo ir, en el borde del abismo de la profundidad de su ser.
Su embate fue violento y profundo, tanto que la hizo lanzar un quejido, a la vez que sacudía su cabellera como una loba herida. Pero yo, además, sentí que algo crujió, realmente no sé si fue el banco de madera, los frágiles huesos de la cadera de Liola o los míos, pero inmediatamente sentí el sofocante calor de sus labios aprisionándome en su totalmente anegada profundidad del dulce néctar que le permitía a mi nave navegar entre el estrecho espacio de su palpitante corredor.
Liola no me esperó y, tan pronto me sintió dentro de ella, emprendió su loca carrera para alcanzar las estrellas, lo que en definitiva me ayudó porque prolongó mi llegada, dándome ventaja hasta que mi respiración se hizo unísona con la de ella.
Ahora, frente a frente, y sin embriagarme aún del placer, podía deleitarme viendo los rictus de su rostro provocado por el placer recibido. Sus mejillas temblaban nerviosamente, sus fosas nasales vibraban, sus labios se estiraban y a través de la ranura de sus ojos podía ver que sus oscuros iris se habían fugado dejando sólo la blancura de ellos.
Ella estaba fuera de sí, como poseída por el placer, muy cerca al éxtasis del paroxismo, y yo me iba acercando aceleradamente, entonces mi instinto animal tomó las riendas de mis actos. Y me perdí por un instante. Deslicé mis manos debajo de su falda, jugué con sus redondeces y depresiones, luego agarré fuertemente sus caderas y pude, de manera frenética y sin descanso, estrellarla contra mí, hasta que la escuché decir un desesperado “Ya… Ya” anunciando la llegada, entonces arremetí con más fuerza y ambos estallamos en convulsiones que nos llevó al cielo en un apretado abrazo.
Sí, al cielo, porque Liola logró susurrar a mi oído, entre espasmos, jadeos y balanceos, una dulce oración... “A las puertas del cielo, al confín de los mares…” y yo veía, en mi intermitente estado de conciencia, entre el placer y la realidad, al oscuro firmamento aclararse en un nuevo amanecer, y creía sentir que de veras llegaba a las puertas de cielo y al confín de los mares.
“Entonces mis sueños… -dijo casi ahogándose en sus espasmos-… Se harán realidades…  Ahora sí sé que es cierto que yo volaré junto a ti!” y una nueva ola de contracciones me anunciaba que su felicidad era plena, mucho más allá del simple sexo o del placer provocado en cualquier lugar de su cuerpo, sino de su alma al sentirse amada sin condiciones ni reservas… “Ahora… presiento… que tu amor es sincero… -volvió a decirme-… y en aras del viento… tu me vas a llevar… como cuando… A las puertas del cielo, Al confín de los mares… Cuantas veces en mis sueños te he llevado junto a mí… Te he llevado junto a mí… Junto a mí...!” y Liola se durmió en mis brazos.
Fue la alarma de mi reloj lo que nos despertó. Eran las 8 de la mañana y nadie en la playa de Carmél aún daba señales de vida. Habíamos dormido sobre el banco de madera casi tres horas, y el sentido común nos decía que no podíamos seguir allí.
No sé en qué momento Liola se había escurrido de mis rodillas al asiento aunque seguía abrazándome, apoyada sobre mi pecho.
“Dios mió, gracias por este nuevo día!”, dijo Liola estirando sus brazos al cielo a manera de plegaria y para desentumecer los músculos de su cuerpo.
Yo me paré con dificultad y maldije mi maldita vejez, “Mierda, dos noches más como ésta y me voy derechito al infierno!”, mientras ponía mis dos manos en mi cintura, a la altura de mis riñones, y estiraba mi abdomen hacia atrás. Luego bebí un sorbo del whisky de tennessee que tenía en mi bolso, me enjuagué y escupí el sabor amargo de mi boca en la arena, luego busqué una pastilla de menta en el bolsillo de mi chaqueta, tomé uno y le ofrecí otro a Liola, la que rechazó. Entonces caminé hacía el mar que estaba a escasos 100 metros del banco de madera. Allí, otra vez estiré mis brazos e hice algunos giros de cintura, doblé mis rodillas, y la conciencia regresó a mí. Sí, así somos de estúpidos los hombres, hacemos el amor de una manera gloriosa en la noche y al día siguiente nos olvidamos de nuestra pareja, solo me faltaba encender un cigarrillo e irme a pasear por la orilla del mar. Pero no, no hice eso, sino reaccioné. Giré en busca de Liola para reparar mi descuido, y la vi sentada en el banco de madera, doblada y con el rostro entre sus manos, entonces fui hacía ella.
“Liola… -le dije arrodillándome frente a ella, y añadí-… me has dado la noche más grande de mi vida!” y acaricié su cabello.
Ella levantó su rostro. Vi sus ojos oscuros enturbiados, por primera vez, por la tristeza y la huella del llanto aunque ya estaba serena. En silencio la acaricié mientras descubría más detalles de su rostro que a ella no le importaba esconder. Lo poco del maquillaje que usaba había desaparecido. Las arrugas alrededor de sus ojos y labios, y los de su frente estaban totalmente expuestos a mis ojos. Entonces sonrió levemente, y un surco se hizo en ambas mejillas.
“Dios mío… Qué bella eres!” le dije, y ella sollozó escondida en mi hombro. Entonces volví a darme cuenta de otro descuido. Ella me había dicho una y mil veces que me amaba, y yo ninguna. Entonces, acaricié su cabello y le susurré al oído lo que ella estuvo esperando toda la noche oír de mis labios.
“Liola… Te amo… Te amo más que a mi vida!”.
Ella levantó su rostro y con los ojos cerrados me ofreció sus labios. La besé, y nos besamos sin pasión, sino con ternura. Era verdad, la amaba, la amaba más que a mi vida.
Liola se reanimó, su sonrisa regresó a sus labios, me miró y empezó a susurrar una canción.
“De pronto me dices
Que poco te cuesta
buscar una casa muy linda que ha de ser nuestra
Que tiene jardines
Colgados del cielo
con miles de niños con tanta ternura en sus juegos
Entonces mis sueños
Se harán realidades
ahora sí, que es cierto que yo volaré junto a ti!”

Y levantándonos del banco corrimos a la orilla del mar, a la vez que gritábamos al viento la canción que llevábamos en el alma y que había estado presente, acompañándonos, toda la noche.
“A las puertas del cielo, al confín de los mares,
cuántas veces en mi sueños te he llevado junto a mi,
he sentido tu mano como suave caricia
y en el eco de tu risa una nueva primavera
A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mi
te he llevado junto a mí
te he llevado junto a mí
junto a mí...”

La dejé en la terraza de su hotel y quedamos en vernos en una hora, para desayunar juntos.
Yo regresé a mi hotel con el alma henchida de felicidad, me di un baño muy reconfortante de agua tibia mientras pensaba que la felicidad había renacido nuevamente en mi espíritu como nunca lo había imaginado, pero… Pero, estaba ante un gran problema. No quise pensar más acerca de eso, y bloqueé mis raciocinios o a la severa acusadora denuncia de mi conciencia.
Fui unos minutos antes de las 9 a.m. al restaurante de comida mexicana; allí me encontraría con Liola.
“Buenos días, Señor… En unos minutos estaremos listos para servirle el desayuno” me dijo el mismo joven que me había atendido la noche anterior, haciendo un alto a sus labores de arreglo.
Sentado en una mesa del Patio leí el menú y la boca se me hizo agua al imaginar el plato de quesadillas y enchiladas que iba a ordenar. “¿Qué comerá Liola?” me pregunté. Luego tomé el periódico local y leí los avisos e historias acerca de Carmél, hasta que terminé de leer lo que inclusive ni me interesaba. Miré mi reloj. “9:30 a.m. y no llega Liola” me dije, no molesto por la tardanza, sino preocupado.
“Gusta ordenar su desayuno, señor?” me dijo amablemente el mozo del restaurante.
“Estoy esperando a alguien más!” le dije a manera de negativa a su pregunta.
“Oh, a la señora de anoche… Su esposa es muy bonita, señor!”
“Sí, a ella!” le dije para no darle explicaciones.
Esperé media hora más, pero ella no llegó.
“Joven… -llamé al mozo y le pregunté-… ¿Conoces el teléfono del hotel ‘The Colonial Terrace’?”.
“Sí señor…-y acercándose a la mesa tomó el periódico local, buscó en unas páginas, y cuando lo encontró me lo enseñó-… Este es señor!”
Marqué en mi celular en número mostrado en el anuncio, y el rin de la llamada me anunció que alguien me iba a contestar.
“Aló… The Colonial Terrace para servirlo!” me contestó alguien al otro lado de la línea.
“Por favor comuníqueme con Liola!” le ordené.
“Un momento por favor… -me dijo, y demoró menos de un minuto en volver a hablar-… Señor… aquí no hay nadie registrado con ese nombre… O quizás es un diminutivo de su nombre real… ¿Lo conoce Ud.?”  La persona al teléfono había sido muy amable en su trato, y demostraba experiencia en su trabajo.
Yo no sabía el nombre completo de Liola, y me sentí muy avergonzado de eso.
“Voy para allá!” le dije como única respuesta al caos de ideas que tenía en mi mente.
Fui al hotel, al mismísimo lugar en donde dos veces la había visto entrar. Allí me atendieron amablemente, me enseñaron el libro de Registro, en donde había sólo seis parejas alojadas desde ayer o el día anterior. Y nadie correspondía a la descripción que di de Liola. No insistí más, y pidiendo disculpas por mi supuesta confusión me marché.
“No puede ser… -me dije al subir al Mustang-… no puede ser, anoche la traje aquí, se cambió de ropa, y ésta mañana vine caminando con ella hasta esta terraza!”
Encendí el motor y fui a recorrer el camino Scenic Road. Llegué al lugar en donde la había besado por primera vez. “Estuvimos aquí!” me dije.
Luego regresé por el mismo camino en busca del banco de madera en donde habíamos pasado la noche y amanecido.
“Dios mío… -exclamé al ver su suéter blanco que había olvidado en el banco, cuando salimos a correr por la playa emocionados por la canción- … ¿qué hice mal para que me hayas abandonado?” Y me dolió en lo más profundo de mi alma su abandono sin excusa alguna.
“Yo no te iba a obligar a nada… Si esto era el amor de una noche, no te lo iba a reprochar… Nooo… Pero no te has podido ir así!” y mis ojos se humedecieron.
Dejé Carmél con dolor, aunque siempre la recordaría asociada a la más extraordinaria experiencia amatoria de mi vida… “Sólo comparada con mi Luna de Miel hace ya más de 25 años!” me dije reconfortandome a mi mismo.
Aún me quedaban dos horas de viaje por aquella paradisíaca carretera para llegar a San Francisco. Tiempo que voló porque mi mente repetía una y mil veces los recientes recuerdos de mi aventura. “Sí, mi aventura, una simple pero extraordinaria aventura!”. Traté de confortarme.
Llegué a San Francisco, firmé el contrato, bebimos Whiskey Americano, ‘Jim Beam’, para celebrarlo y me marché.
De regreso, tenía la malsana idea de parar en Carmél y buscar a Liola nuevamente.
Llegué justo al atardecer y no tenía la intención de alojarme en ningún hotel. Fui directo al restaurante de comida mejicana porque una corazonada palpitaba en mi alma, además de la duda de que todo podría haber sido un sueño, que necesitaba despejar. Yo estaba seguro que allí, la noche anterior, el barman y el mozo nos habían visto.
En el trayecto, una idea me vino a la mente como un rayo “¿Y si es casada y ahora está acompañada de su marido?”
Estacioné mi mustang en el parqueadero del restaurante y cuando caminaba al local me dije “Entonces me despediré de ella con un adiós con los ojos… Pero, dios mío, quiero verla otra vez!” y entré al restaurante.
Sí, allí… allí estaba ella… Sola, sentada en la misma silla alta del bar, en donde la abordé anoche.
Ella me vio, y yo volví a ver en su rostro su angelical sonrisa. Sus ojos se encendieron de alegría, invitándome a acercarme.
“Hola… -le dije sonriendo porque no había reproches en mi alma, sino alegría de volverla a ver-… ¿quieres beber algo?”
“Sí… Lo mismo de anoche!”
El barman ya estaba a nuestro lado sonriendo amablemente.
“Una Margarita de fresa para mí… -se adelantó Liola, y añadió-… Y un Tequila Sunrise para mi marido!”.
El solo hecho de escuchar aquella palabra ‘Mi marido’ lavó como un bálsamo la herida que tenía en el corazón.
“¿En el patio?” dijo el solicito barman.
“Sí” contestamos ambos al unísono, y reímos.
En el patio, en un principio, conversamos de banalidades aunque como no había mucho de esto fuimos al tema de su inexplicable desaparición.
“Primero, debes de saber que esta noche te esperaba… -me dijo muy sería, y sonriendo añadió-… pero aun así, al verte, me sorprendí… ahora estoy más feliz que nunca porque regresaste a mí sin importarte nada!”
“¿Pero por qué te fuiste de esa manera? ¿Acaso eres casada? ¿O sólo querías estar conmigo un momento y nada más? Cualquier cosa que me hubieras dicho, inclusive una mentira, lo hubiera aceptado y me hubiese conformado… Pero no tu silencio, por dios… Te amo Liola. Te amo!”
“Y yo a ti… más de lo que te imaginas… Pero es muy difícil explicártelo…” me dijo bajando la cabeza como queriendo ocultarme sus ojos, y en ellos, un secreto.
“Pero no he regresado a reclamar ni a exigirte nada… -le dije con sinceridad, y con dolor añadí-… sólo vine por una explicación, si era posible, sin saber realmente si te encontraría… y también a decirte adiós!”
Liola no lloró ni estaba triste por mis palabras, aunque me resultaba incomprensible su actitud y sus declaraciones de amor. Me había dicho que me amaba más de lo que yo podía imaginar, sin embargo, al decirle que me iba para no verla nunca más se mostró casi indiferente, sino radiante de alegría. Sí, realmente no la comprendía, y estuve a punto de arruinar nuestra despedida marchándome abruptamente.
Ella comprendió el dolor que me causaba y levantando su rostro me dijo “Te lo explicaré amor mío… Mereces saber la verdad… Tienes que saberlo antes de marcharte para que nunca dudes de mi amor!”
“Bueno Liola… Dímelo!” y me dispuse a escuchar una excusa.
“Pero no puede ser aquí, debemos ir a un lugar, y allí entenderás la sinceridad de mis palabras!” me dijo con suavidad a la vez que tomaba mis manos, y comprendí que había adivinado el menosprecio de mi pensamiento, quizás por el tono de mis palabras.
Salimos y subimos a mi auto, entonces me dijo “¿Recuerdas dónde me viste por primera vez?”
“Sí, en la playa, cerca de aquí, a las afueras de Carmél!”
“Bien, entonces vamos allá!”
Manejé despacio, no tenía ningún apuro, el lugar estaba cerca y en quince minutos ya estábamos allí. Me estacioné en la playa, alejado de la carretera, apagué el motor y las luces del auto, y la miré como quien espera su respuesta. Mi actitud era un tanto fría, cruelmente fría, después de la pasión y el desengaño sentido.
Liola se dio perfectamente cuenta de mi estado emocional, entonces tomó mi mano y me sonrió. “Dios mío, su rostro es sincero!” me dije y acepté la caricia de sus manos.
Bajamos del auto, me recosté en el guardafango y ella se recostó sobre mí. Su cuerpo, su calor y la proximidad de sus labios disiparon mi mal humor. Nos besamos, y nuestras lenguas volvieron a acariciarse con ardor. Acaricié su cuerpo, desde su nuca hasta su torneado trasero, mientras ella vibraba. Luego vino la calma, y recostada sobre mi pecho me dijo.
“Todo, absolutamente todo lo que te dije ayer fue cierto, sé que algunas cosa eran incoherentes para ti, y tu silencio me ayudó, pero esta noche lo comprenderás todo. Además, quiero que sepas que hice el amor contigo de una manera verdadera, me entregué a ti sin reservas ni condiciones… de manera única y exclusiva porque no hay nadie más en mi vida… y no tienes porqué dudar de mi amor!”
Liola volvió a besarme y sentí en mis labios su sinceridad.
“Tu no me crees cuando te digo que te he amado desde siempre… -me dijo mirándome a los ojos, y añadió para sorpresa mía-… sin embargo dices creer que existen otras vidas… en un tiempo pasado…!”
Yo la miré asombrado, porque lo que me decía no era simple retórica, ni poesía, ya que lo que creía lo había guardado siempre conmigo, sin comentarlo con nadie.
“Existen otras vidas… Y en una de ellas te amé hasta la locura, pero una tragedia nos separó…-me confesó mirándome a los ojos, y con su imperturbable mirada siguió-… Como bien sabes, en ningún momento he pronunciado tu nombre, porque es absurdo decirlo si conocemos nuestras almas…”
Yo estaba absorto escuchando sus palabras mientras la tenía abrazada a mi cuerpo. Ella no era un espíritu, ni un espectro, sino una dulce criatura que juraba amarme.
“Hace muchos años, antes que nacieras, estuvimos aquí en Carmél en nuestra Luna de Miel… fueron días y noche de amor y pasión inolvidable y me amaste de tal manera que marcaste mi alma para la eternidad…”
Liola me abrazó fuertemente como queriendo hacerme recordar con su cuerpo lo que decían sus palabras. Entonces, tuve la extraña sensación de que su voz no llegaba a mis oídos sino directamente a mi alma. Y me sentí triste y culpable de haber dudado de ella, entonces mis ojos se llenaron de lágrimas.
“¿Recuerdas lo de anoche?” me susurró.
“Sí!” le respondí.
“Lo de anoche fue un hermoso ritual que repetí del recuerdo de nuestro último acto de amor que tuvimos antes de la tragedia… Y así, gracias a ti… Quedé liberada!”
Yo lloraba en silencio ante el relato de Liola porque ahora comprendía el porqué de los detalles que ella se afanó en seguir la noche pasada. En realidad, podía sentir su alma acariciando la mía más allá de sus palabras.
“Me liberaste con tu amor y entrega sincera, y con la felicidad que me diste. No sólo fue el sexo sino que a través de esa unión tan íntima rescataste mi alma de las tinieblas del limbo del dolor, y me liberaste de este maldito lugar… ¿Recuerdas la canción que cantamos?”
“Sííí” le dije entre sollozos.
“Alégrate… No llores… -me rogó dulcemente, y añadió-… Esa es nuestra canción… De principio a fin, cada palabra, cada frase… Escúchala y recuérdame cada vez que lo hagas!”.
Yo enjugué mis lágrimas, y sentí en mi alma que ella se iba a ir pronto. Entonces la besé con misma ternura como cuando se despide al ser amado en un viaje eterno, y mis lágrimas volvieron a inundar mi rostro, y mi llanto amenazó mí respiración.
“No llores mi amor… -me rogó-… Vuelvo a ser feliz, y así te parezca contradictorio estaré a tu lado para siempre… Abrázame fuerte y acompáñame!”
Yo la abracé, y caminamos con dirección al mar. En el trayecto me contó: “Aquí vinimos una noche como hoy, hace ya muchos años, tú te quedaste en la playa y yo entré a nadar… pero jamás salí. Tú te volviste loco, te lanzaste al mar, me buscaste y estuviste a punto de ahogarte, pero el mar te arrojó inconsciente… y tu vida continuó… Pero, yo me quedé atrapada, deambulando por estas playas por años hasta que volviste a llegar aquí… El resto ya lo sabes… ¿Ahora me comprendes?”
“Sí, sí, Liola… Sííí!!!” y no pude reprimir más mis lagrimas, y temblé llorando como un niño desconsolado.
Liola me miró y la luna iluminó su rostro. Ella estaba serena, hermosa como una diosa, con una tenue sonrisa en los labios. Yo sentía que ella estaba a punto de partir, a punto de dejarme, y yo ya no podía controlar más mis emociones.
Volvió a besarme, y a través de sus labios acarició mi espíritu trasmitiéndome serenidad. Mis lágrimas cesaron, mi respiración se calmó y pude ser consciente de lo que venía.
“Compréndeme… -me dijo con voz celestial-… La vida nunca termina y sólo morimos para renacer en un infinito de posibilidades que el universo nos ofrece… Y yo… Yo siempre estaré a tu lado… Ya lo verás”
Estábamos en la orilla de la playa, justo en donde la vi pasar a mi lado la tarde de ayer. Yo ya me había calmado completamente, aunque abrazaba a Liola y no estaba dispuesto a dejarla ir.
“Siempre estaré a tu lado… -volvió a decirme, y añadió para explicarme-… Siempre lo he estado, aunque no recuerdas tus sueños, y estás tan ocupado que no me ves… Y si aun lo dudas, ¿Quién crees que te trajo hasta aquí?” y empezó a susurrar lo que ella llamaba nuestra canción.
“A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mí
he sentido tu mano como suave caricia
y en el eco de tu risa una nueva primavera…”

No, no la iba a dejar ir por más promesas que me hiciera, pero ella se escurrió como un alma a través de mis brazos. La vi frente a mí, desnuda, sonriendo, prometiéndome:
”A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mí
te he llevado junto a mí
junto a mí....”

Liola entró al agua y, caminando sobre las olas, con los brazos extendidos como para alcanzar la luna se fue cantando “A las puertas del cielo… al confín de los mares…” y la melodía siguió sonando en mi alma mucho después que desapareció de mi vista.
Pasé un largo rato allí, arrodillado en la arena, con los brazos abiertos, en la más completa oscuridad de la soledad, meditando en algo que no alcanzaba a comprender. Y de pronto, mirando al cielo, vi cruzar una estrella fugaz en el oscuro firmamento. Entonces sucedió un milagro, no sé si en el universo o en la intimidad de mi espíritu, porque vi explotar una estrella nova, ante mis ojos, en millones de fragmentos luminosos que dibujaron el rostro de Liola, sonriéndome, mientras me cantaba “A las puertas de cielo… cuántas veces te he llevado junto a mí…!” y llegué a ver por un brevísimo instante la maravilla multicolor del cielo, y un haz de luz llegando a mí.
Claro que es imposible comprender lo que sólo está reservado para quienes dejan este mundo, esta realidad, de la que había sido un testigo de excepción, y sin comprenderlo sólo lo acepté como tal, y así regresé a mi auto, en donde pasé el resto de la noche, como quien vela al ser querido.
Al día siguiente no quise marcharme de Carmél, así que volví a recorrer los lugares en que había estado con mi amada. Mi tristeza había desaparecido, ahora me invadía una extraña alegría que colmaba mi espíritu.
Salí por la tarde de Carmél, sintiendo como si me despidiera del recuerdo de Liola.
El viento contra mi rostro me refrescó los pensamientos, pensé en mi casa, en mi esposa y mis hijos, entonces llamé por teléfono y anuncié mi llegada para la medianoche.
“Cuídate mi amor, maneja con cuidado!” Me dijo mi esposa.
El trayecto de regreso ya no fue tan espectacular como la primera vez, aunque pude apreciar un maravilloso ocaso al borde de la carretera y el mar.
Llegué a casa después de la medianoche. No guardé el Mustang en la cochera para evitar el odioso ruido que hacía la puerta eléctrica del garaje al abrir y cerrar. Y silenciosamente entré a casa, todos dormían.
Entré a mi recamara, y vi que una muy tenue lámpara estaba encendida en la mesa de noche y la silueta de mi mujer en la cama cubierta por las sabanas.
“Me estuvo esperando… pero el sueño la venció!” me dije, y evitando hacer ruidos fui al baño a darme una ducha tibia.
La suave caricia del agua refrescó no sólo mi cuerpo, sino también mi espíritu. Pero de pronto escuché la voz de mi esposa que me decía, entrando al baño, “Tardaste mi amor…!”.
Yo no podía verla nítidamente, ni ella a mí, debido a que el vapor había empañado las transparentes paredes de la ducha. Escuché que ella hacía algo en el botiquín y el lavadero, y el aroma de un perfume me alcanzó, entonces sonreí adivinando sus intenciones.
“Te tengo una sorpresa, cariño…!” me dijo musicalmente y la vi acercarse a través del empañado cristal.
Ella corrió la puerta de la ducha diciéndome alegremente “Me corté el cabello… Ojala te guste!”.
Lo que vi dio un vuelco a mi espíritu porque era Liola la que estaba allí, frente a mí. Sus ojos, sus cejas, el pequeño lunar cercano a sus labios, su cabello, desnuda y sonriente, con una mano en su cadera y la otra en lo alto, posando para mí.
No sé qué expresión de sorpresa se dibujó mi rostro, porque mi mujer me dijo “Hey, payaso, no exageres!” y dándome un palmazo en el hombro entró a la ducha, cerrando la puerta tras de sí.
Sin dejar de reír y hablar al mismo tiempo, como siempre lo hacía, me dijo que me había extrañado, mientras que con sus manos terminaba de enjuagar mi cuerpo. Entonces, se puso frente a mí, me dio un apasionado beso francés y luego, sin más aviso, se arrodilló, no para venerarme exactamente, sino para llevarme a las puertas del cielo.
Dios mío, qué estúpidos somos los maridos… Que ciegos somos los hombres para no ver la felicidad a nuestro lado.
Más tarde, poco antes de dormir, en la intimidad de nuestra cama mi esposa me contó con lujo de detalles el sueño que había tenido la noche anterior “Por eso me corté el cabello, cariño!” me dijo con gracia, acurrucada a mí.
Sí, la misma historia que ya les conté.
“Buenas noches, Anna”. Le dije. 
“Buenas noches, cariño”, me respondió… ¿Liola?
“Buenas noches, amigos”, les digo a Uds.

LIOLA… A LAS PUERTAS DEL CIELO... PARTE 1 DE 2.



Este es un cuento del género literario erótico. Use su libre albedrío para leerla.
Iba a 80 KPH por la carretera Cabrillo Hwy, la que antes era la Pacific Coast Hwy, también conocida como la Carretera Panamericana, en mi Mustang convertible de color rojo, un Clásico del 69’, que llenaba la egolatría de mi orgullo juvenil que aun sobrevivía dentro de mí después de 50 cumpleaños. Mi última parada había sido hacía media hora en una estación de Servicio de Gas a la salida del pueblo de San Luís Obispo en California, y ahora me dirigía al siguiente pueblo, Carmél Del Mar, en donde pasaría la noche, al día siguiente partiría después del desayuno, al destino de mi viaje, San Francisco, dispuesto a no detenerme hasta llegar allí.
Por supuesto que ir en avión resultaba mas conveniente para el viaje de negocios que hacía. Hoy, temprano en la mañana, había recibido la llamada telefónica de la empresa Urbanizadora “California Developers Inc.” anunciándome que había ganado la licitación para construir 150 casas en la ciudad de Mill Valley, en los suburbios de San Francisco, y que me esperaban en sus oficinas al día siguiente para la firma del contrato y de los papeles del seguro. Este era un contrato que había perseguido por casi todo un año y que, finalmente, se resolvía a mi favor.
Pero existía un problema, y éste era que me encontraba muy mal de los nervios debido al estrés sufrido desde nuestra llegada a California. Ya eran quince años que no tenía un periodo de vacaciones real que me alejaran de las planillas de los trabajadores, los presupuestos de materiales, las inspecciones, los plazos del término de las obras, las nuevas propuestas y además, por si todo esto fuera poco, de los pagos de los créditos financieros de la empresa. De otro lado, en el seno familiar, los problemas ocasionados por la crisis de la adolescencia de mis hijos me estaban destruyendo.
Por eso había elegido hacer éste viaje por carretera, a través de una ruta de más de 600 Kms. que me llevaría por los extraordinarios escenarios de la costa del Pacífico, entre Los Ángeles y San Francisco, calificados como los mas hermosos de la Tierra. Travesía de evasión que necesitaba recorrer, como un pedido a gritos, para liberar mi mente del estrés en que me encontraba, en un viaje que a mi elección duraría 24 horas, en vez de las 7 ú 8 habituales por la Carretera Interestatal #5. La otra opción, como dije, era ir en avión en compañía de mi esposa, ya en San Francisco hacer algunas compras y cenar en un bonito restaurante, pasar la noche, y al día siguiente, firmar el contrato, almorzar con mi esposa, tomar el avión de regreso y en la noche cenar en casa. No, realmente esa ya no era una opción porque sentía que había llegando a mi límite.
No conducía a demasiada velocidad para gozar del escenario que, de manera interminable, se abría ante mis ojos kilómetro tras kilómetro. Por momentos cruzaba un bosque a través de una carretera rodeada de pinos, a ambos lados de ella, de un agreste valle y colinas. Para luego llegar a una zona en donde tenía, a mi derecha, las agrestes colinas de pinos, y a mi izquierda, la majestuosidad del océano Pacífico formando playas de arena blanca o golpeando acantilados de rocas multicolores. El aire revolvía mi cabello y llenaba mis pulmones con la brisa, sino del aroma de la resina de aquel hermoso bosque, era con el característico olor salado del mar o su mixtura.
Paré repetidas veces a lo largo de la carretera con el solo propósito de admirar la hermosura de la naturaleza. Estiraba las piernas y brazos, y así provocaba que una carga extra del aroma natural que me rodeaba entre a mis pulmones, hasta que la pureza del aire me hiera las sienes. Exactamente como cuando llegué a una paradisíaca playa poco antes del pueblo de “Carmél by the Sea”, lugar en donde había decidido pernoctar.
Es muy posible que mi estado de estrés agudizara mis sentidos y hacía posible la evasión que tanto necesitaba, porque lo que veía, si era algo común y corriente, a mí me resultaba celestial. Allí, yo estaba parado sobre una playa de arena blanca y gruesa, no muy amplia, de unos 500 mts, puesto que en ambos extremos había un conglomerado de grandes rocas oscuras las que funcionaban como natural rompeolas, y hacían que el agua del mar llegara suavemente a la orilla, para morir casi a mis pies empujando algunos muimuis, yuyos y pequeñas conchas. Al frente mío, en un dorado firmamento, estaba el majestuoso astro Rey a punto de irse a dormir en las entrañas del horizonte. ¿Qué más podía pedirle a la vida con semejante visión? Cerré mis ojos, aspiré la brisa del mar y extendí mis brazos para recibir la energía de la naturaleza, y luego de unos instantes volví a abrir mis ojos.
Entonces una idea cruzó mi mente en medio de la dicha que me producía apreciar tal panorama, la que se convertía en placer en mi alma, y murmuré: “Qué hermoso… qué hermoso… no me importaría morir ahora mismo” y sentí el tibio y agradable bálsamo de la energía solar sobre mi cuerpo.
De pronto, me di cuenta que alguien salía del mar, casi a cien metros de la orilla, con el agua hasta su cintura.
“¿Será un buzo aficionado?” me pregunté debido a la oscura apariencia de la silueta que venía hacia mí, a contraluz del atardecer.
No, no era un buzo; me percaté cuando estaba más cerca. Era una mujer muy blanca, cubierta de velos de color negro que revelaban su bien formada silueta debido a que estaba empapada de agua. Definitivamente esa era una inesperada y extraña visión.
La mujer pasó por mi lado y ambos sonreímos mutuamente a manera de saludo. Vi sus ojos marrones, sus finas cejas, sus labios delgados y el pequeño lunar que la adornaba, la palidez y madurez de su rostro, y la armonía de sus facciones que en su conjunto la hacían bella. Y cuando pasó, no pude resistirme al deseo de voltear y admirar el contorno y el vaivén de sus caderas en el esfuerzo que sus piernas hacían por vencer la dificultad de caminar sobre la arena.
La misteriosa mujer se alejó de la playa, cruzó la carretera, pasó al lado de mi auto y se perdió en el bosque de pinos. Yo la seguí con la mirada, como hipnotizado, hasta que desapareció. Entonces descubrí que entre los árboles, a media altura de la colina, había casas con chimeneas humeantes. Lo que inmediatamente me justificó, en mi lógica, su entrada en el bosque.
La experiencia duró escasos minutos, pero había logrado bloquear mi conciencia del entorno en donde estaba, hasta que una gran ola golpeó las rocas y el sonido me previno de que ésta vez al agua llegaría con más fuerza hasta donde estaba parado, haciéndome olvidar a la hermosa y misteriosa mujer de velos negros.
Miré mi reloj, “Las 7:45 p.m.” me dije mientras retrocedía un poco para alejarme de la orilla, sin ningún apuro, y me dispuse a disfrutar de la puesta del sol, del moribundo verano en esa solitaria playa.
Fueron casi 15 minutos de un deleite divino el apreciar como cambiaba el color del mundo que me rodeaba, mientras se iba ocultando el astro rey. De pronto, unas lágrimas rodaron por mi mejilla, y mi alma se sobrecogió. Realmente no supe porqué lloraba, si por algún problema en particular o por los miles que tenía, sin solución.
Soy un mediano empresario en la industria de la construcción que hace poco dio un salto cualitativo, para transformarse desde uno pequeño, con casa propia y sin deudas, a otro más grande pero con una hipoteca en su casa y un millón de dólares en créditos, sin otro respaldo que su propio trabajo. Empresa de alto riesgo que sobreviviría a condición de estar en full operación por espacio de dos años ininterrumpidos. Por lo pronto, el contrato que firmaría mañana me daba un respiro por un año, pero mi salud mental no.
Sí, definitivamente estaba atravesando por un estado psicológico especial, debido al estrés, que me ponía al borde de un colapso nervioso que se manifestaba a través en una híper sensibilidad de mi espíritu. La prueba de esto era simple: jamás en mi vida la belleza de un escenario me había conmovido hasta las lágrimas, pero hoy, sí.
Regresé a mi Mustang caminando despreocupadamente, ahora absorto en mis ideas, respirando profundo, sin ni siquiera percatarme del tráfico de la carretera, aunque muy escaso, en la casi penumbra del anochecer. Encendí el motor y me dirigí al pueblo de Carmél, al hotel “Cypress Inn” en donde ya tenía una habitación reservada.
“Carmél by the Sea” o simplemente Carmél del Mar es un hermoso pueblo en la costa del pacífico, un pedazo del cielo reconstruido en California. Llamarla ‘ciudad’ sería un insulto a la voluntad de sus pobladores en conservarla sin edificios de arquitectura moderna, mayores de dos pisos o que rompan su típico estilo californiano. Pueblo que era un relativo lugar secreto de muchos turistas, que saltó a la fama cuando uno de sus humildes pobladores, la estrella del Cine, Clint Eastwood, fue electo como su alcalde.
Una vez que me alojé en el hotel y me di un refrescante baño, salí a comer.
“Que restaurante me recomiendas” le dije al encargado en el lobby, mientras salía del hotel.
“Depende de que quiera comer, señor” respondió amablemente.
“Mexicana, comida mexicana” le dije.
“Entonces vaya al Club Jalapeño, está a sólo unos tres blocs desde aquí, en la calle San Carlos, entre la 5ta y la 6ta”
“OK, gracias” y no necesité más referencias, el lugar y el nombre del restaurante, de por si, me anunciaba una buena comida.
Comí poco y muy despacio, de unos Burritos al Pastor y ensalada, y cuando bebía un White Zinfandel del Valle de Napa, con la pereza de un rey, vi aparecer por la entrada del restaurante a la misma misteriosa mujer que había visto en la playa esa misma tarde. Mujer a quien reconocí a pesar de que lucía totalmente diferente. Ahora vestía un no muy ceñido y elegante traje de colores con escote, que dejaban ver sus hombros, con mangas que cubrían sólo sus brazos, y de una sola pieza. Caminaba sobre tacones altos, los que le provocaba un delicioso andar ondulante. Su cabello marrón oscuro, ahora seco y vaporoso, se partía ligeramente en el centro de lo más alto de su persona y no llegaba a sus hombros.
Nuevamente venía hacia mí, pero a diferencia de la vez anterior, su vestido y los tacos altos le daban un glamour muy elegante a su figura. Su cabello, que conjugaba con sus ojos, acrecentaba la angelical palidez de su piel, en cuyo rostro, que ahora sí llevaba un ligero maquillaje, resaltaba su hermosura. Sí, eran exactamente la expresión de su rostro y sus detalles simétricos los que habían quedado grabados en mi mente y me permitieron reconocerla.
Sus ojos oscuros, sus cejas pobladas pero bien delineadas por una detallada depilación a lo largo de la línea natural de la protuberancia ósea; de pómulos suaves en mejillas anchas; de nariz pequeña y aguda, y labios finos adornados por un cercano lunar, denunciaban una armonía greco-romana, en donde lo único artificial eran los dos aretes dorados que se balanceaban en los carnosos lóbulos de sus orejas.
Todos esos detalles físicos, conjugados de una manera particular, la hacían entrañablemente hermosa para cualquiera, pero para mí, extremadamente cautivante. ¿Era joven? No. No lo era. Era una mujer madura que estaba en el límite justo entre la lozanía y lo que iba a ser muy pronto un imperecedero recuerdo de ella. ¿Pero si sólo la había visto por un instante en la playa, y ahora, luciendo totalmente diferente, como era posible que la haya reconocido inmediatamente?
Claro que no venía exactamente hacia mí, sino que pasó por mi lado, pero justo en ese instante, cuando estábamos lado a lado, giró su rostro, me miró y ambos nos sonreímos. Sólo fueron segundos, pero ésta vez no fue la cortés mueca de la playa, sino un: “Hola ¿Cómo estás?”, mudo y tierno. Esta vez también volví a seguirla con la mirada, embelesado con su cimbreante andar, sosteniendo mi copa de vino, hasta que se sentó en la silla alta del bar, me volvió a mirar, muy segura de que yo la observaba, y me hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza como diciéndome: “Aquí estoy!”, mientras su angelical sonrisa me invitaba a acercarme.
Permanecí sentado, mejor dicho, clavado en mi silla, sin animarme a aborda a la extraña mujer que ya me había atrapado.
Debo confesar que no tengo destrezas en el arte de flirtear, y que si alguna vez la tuve, esto fue en mi adolescencia pero que hoy no quedaba ni rasgos de ella. Mi masculinidad en estos casos, en que una mujer que me gusta me envía señales de aceptación, me convertía en un tigre que queriendo atacar a su presa no podía por carecer de garras y colmillos. Y no precisamente por principios morales o valores de fidelidad, sino que después de casi 25 años de comer plácidamente en casa, sin esfuerzos y hasta saciarme, me habían convertido en una fiera domesticada que había perdido su natural destreza de depredar a su víctima.
Abstinencia al adulterio que quebré una sola vez en mi vida, debido a un malintencionado comentario de una mujer que tenía todos los atributos para justificar el pecado, pero a quien intencionalmente yo eludía, sumido en la sempiterna duda de quedar en ridículo ante una eventual negativa.
“¡¡¡Es un maricón!!!”, le escuché decir a esta fémina, providencialmente, cuando le contaba a una de sus más íntimas amigas, quien le había preguntado acerca de mi reacción a sus insinuaciones. El comentario hirió en lo más profundo de mi masculinidad, porque venía de una mujer de temperamento voluptuoso y aparente entrega a mí. Siempre pensé que mis principios estaban muy por encima de mis instintos, pero no fue así. La fiera machista rugió en mi interior y la ataqué tantas veces que logré despedazar a mi presa, haciendo con ella hasta lo que nunca hice con mi mujer, y así quedó convertida en un guiñapo de carne, esclava de mi voluntad y su propia lujuria. ¿Y luego qué? Luego vino el sádico castigo de ignorarla y el olvido.
Convertido nuevamente en oveja y de regreso a los límites del dorado redil, sufrí el torturante acoso de llamadas por teléfono, a todas horas del día y la noche, a mi oficina o al seno de mi hogar, de una mujer obsesionada por el sexo, el capricho o el amor, no lo sabía ni me importaba. Pero su impertinencia no cesó hasta el extremo de que mi esposa se dio cuenta de la embarazosa situación en que me encontraba. Pero ella reaccionó inteligentemente, y no como una mujer celosa, he hizo dos cosas: no me dijo nada e ignoró las llamadas, lo cual me ayudó a salir del problema.
Pero ésta noche era totalmente diferente. En el pueblo de Carmél Del Mar, en el bar del restaurante de comida mexicana, frente a mí, estaba una hermosa y totalmente extraña mujer que me cautivaba, quien habiéndome enviado evidentes señas amigables no había despertado en mí la libido de poseerla, sino embrujado por querer conocerla, hablarle, sonreírle y si era posible pasearme con ella… Sí, lo máximo que mi imaginación de hombre había reproducido en mi mente era la visión de que caminábamos tomados de la mano por la orilla del mar.
Situaciones parecidas a ésta me habían sucedido anteriormente, por lo general estando acompañado de mi esposa, lo que justificaba mi inacción. Claro que su presencia era un buen pretexto para comportarme como un fiel marido, porque la realidad era como ya les he contado. Pero ahora estaba solo y en busca desesperada a una evasión al estrés que padecía.
Pero, así, los minutos pasaban haciendo mas espesa mi indecisión.
Vi como el barman la atendió con un vaso de agua mineral, la vi beber delicados sorbos y la imaginé besando mis labios, y me inhibí aún más, mientras mi botella de vino ya estaba por expirar su última copa.
“Terminando de servirme esta copa me acercaré a ella” Me prometí a mí mismo cuando vaciaba la botella hasta su última gota, mientras en mi mente se reproducía la imagen de la ilusión de un galán acercándose hacia la dama de su pretendida conquista. No bien acabé de servirme me asaltó la ‘sensatez’ para hacerme ver lo ridículo de mi pensamiento, y quedé paralizado, mirando el rosado claro de mi White Zinfandel del Valle de Napa en mi copa.
Lo que pudo haber sido una agradable experiencia se había convertido en un asfixiante dilema que resolví de la manera más fácil: Renunciar a todo intento.
Bebí mi copa de vino y como ya había pagado la cuenta me dispuse a salir, ahora ya tranquilo al haber tomado una resolución. Dejé la copa vacía, me incliné ligeramente hacia delante y con las manos sobre la mesa me ayudé a levantarme, mientras mis piernas empujaban la silla hacia atrás.
Quedé erguido y a punto de caminar el corto tramo que separaba mi mesa de la salida, cuando sin proponermelo volteé a mirarla.
Su rostro me sonreía y sus ojos clavados en mi persona irradiaban un magnetismo especial. De pronto, sin pensar que hacer, me acerqué a ella. Perdón, decir: ‘me acerque a ella’, es sólo un recuento a posteriori, ya que no recuerdo haber dado los diez pasos que me separaban de ella.
Tampoco recuerdo mis primeras palabras del forzado diálogo entre desconocidos cuando inician una conversación. Sólo recuerdo su voz y las breves palabras que me dijo como si hubiera sido un monólogo.
“¡Hola!” me dijo, y vi en sus ojos la alegría de tenerme cerca.
De pronto vi que sonrió angelicalmente a algo que dije, palabras que resonaron ininteligibles en mi interior.
Dije algo más y ella volvió a reír. Esta vez vi las dos filas de perlas que asomaban entre sus labios, y tomó, por un brevísimo instante, mi brazo con toda confianza.
Volví a decir algo más mientras giraba mi rostro, sin un propósito premeditado, y me descubrí reflejado en el espejo del bar junto a ella. Lo que vi me sorprendió, porque me advertí dueño de una situación que en algún lugar de mi personalidad temía, pero que ahora ya era historia. Entonces la vi inclinarse hacia mí y reposar su frente en mi hombro como desmayando de la risa que le provocaba. ¿Qué le habré dicho? No lo sé, pero funcionó.
Cuando se repuso nos miramos a los ojos, entonces le pregunté:
“¿Deseas beber algo?”
“¡Sí, una margarita!” dijo con una voz angelical y volvió a posar su mano en mi brazo. Pero esta vez fui consciente de la delicadeza de su contextura física y de la blancura de su piel que resaltaba aún más lo moreno de la mía. Entonces acarició mi mano suavemente y, como descubriendo mis pensamientos, me dijo “No sabes cuanto me gusta el eterno bronceado de tu piel”. Volví a mirar mi mano, la que ésta vez tomaba la suya, y redescubrí los millones de poros que agujereaban mi brillante piel bronceada surcado por los gruesos canales subcutáneos de mis venas.
Increíblemente, el reflejo de mis actos en el espejo me había devuelto la conciencia de lo que hacía.
El joven barman se acercó sonriendo, demostrando que había oído el diálogo.
“¡Mande, señor!” me dijo amablemente.
“Por favor, una Margarita de fresa para la señorita y un ‘Tequila Sunrise’ para mí!”.
“¿Desea que le sirva aquí o el patio?… Tenemos allí a un cantante de música mexicana en este momento!”, comentó amigablemente.
“Que sea en el patio por favor!” le respondí sonriendo, y salimos a sentarnos en una de las mesas de madera y sillas de paja, en el típico estilo rústico, de un amplio patio-jardín que estaba en semi penumbras, de baldosas de cerámica roja, en donde destacaba una fuente de agua en la parte central; al fondo, sobre un iluminado escenario, un señor de mediana edad cantaba en español acompañándose con su guitarra.
Cuando la brisa golpeó mi rostro y me senté frente a ella me vino una ráfaga de conciencia plena, como hombre fiel y casado, de la situación en que me encontraba, pero tan pronto como encontré sus ojos mirando a los míos, la cordura racional volvió a desaparecer y me dejé llevar por la espontaneidad de mis actos interactuando con los de ella.
No sé exactamente cuánto tiempo estuvimos conversando en la semipenumbra del patio, abriendo nuestros espíritus. Me contó la experiencia de su primer amor con palabras que creí reconocer como una historia también mía. “Entonces mi alma era cándida y pura, con tanto anhelo como temor viví mi primer amor…!” Me dijo casi en susurros.
Yo le confesé mi eterno dilema de iniciar una conversación con una bella mujer en un lugar publico “Como tú, cuando estabas en el bar, yo padecía lo indecible para acercarme a ti…!”.
A lo que ella respondió inmediatamente, diciéndome mientras reía “Y yo rogaba para que vinieras…!”.
Y así, aquellos escasos minutos, en el patio del restaurante de comida mexicana, se iban haciendo mas íntimos, mas tiernos, dándonos la ilusión de que nos conocíamos desde siempre.
Por momentos ella tomaba mi mano y acariciaba mis nudillos, introduciendo sus dedos entre los míos. En otras, era yo quien seguía los surcos de su palma como queriendo descubrir sus secretos, pero eludiendo adivinar el futuro.
Cuando salimos del restaurante a la calle yo la llevaba de la cintura y ella reposaba su cabeza sobre mi costado.
“Llévame a la playa!”, me pidió mirándome a los ojos, y en su mirada me prometió la felicidad.
“Okey, Liola, pero primero vamos a mi hotel!” le dije susurrando, pronunciando su nombre por primera vez, sin recordar el momento que me lo dijo.
Caminamos despacio, debido a los tacos altos que usaba, por las calles iluminadas de la luz ámbar de los postes con dirección a mi hotel y, sin entrar en él, fuimos al parqueadero en busca de mi Mustang convertible.
Así llegamos, sino al borde mismo de la playa, a un camino muy cercano a lo largo de este, llamado Scenic Road. Nos quedamos allí, admirando a la luna y a su reflejo en el mar, en silencio, arrullados por la melodía que producían las olas al reventar cerca de la playa. Pasaron los minutos y el silencio entre nosotros no nos incomodó, menos aún cuando entrelazamos nuestras manos.
“Ayer llegué a Carmél… y caminé sola por todo este camino… esperándote…!”, Me dijo Liola mirando al mar.
Debo confesar que no tengo el exquisito espíritu de los poetas, ni aprecio el arte barroco en ninguno de sus campos. Como dije, soy ingeniero y he construido, por años, carreteras, puentes y casas, siguiendo normas y medidas exactas. Y cuando escucho a alguien decir lo que acababa de oír de labios de Liola, lo tomo como una simple metáfora que no llego a entender.
“Y vi unos bancos muy bonitos de troncos de madera en los que me imaginé estar sentada contigo!”. Me dijo con su angelical voz, mientras giraba su cuerpo y señalaba un lugar de la playa.
Entonces la miré y aprecié el contorno de su perfecto perfil de pintados de claros y oscuros iluminado por la luna. Ella volteó su rostro hacia mí, me miró por un segundo, entonces me acercó sus labios para que se los besara. Y los besé. Los besé como si fuera un adolescente, y ella me correspondió de la misma candida manera.
Entonces sentí un torrente de energía dentro de mí, que me gritaba que no lo era. Efectivamente, no lo era, ni ella tampoco. Sino todo lo contrario, éramos seres maduros cercanos al punto de un no muy lejano languidecer. Entonces nuestros brazos se entrelazaron con la misma fuerza que nuestras lenguas, en un húmedo beso que evidenciaba nuestro apetito por devorarnos, hasta que descubrimos que los controles de mi auto, entre ambos asientos, nos molestaba para lo que con ansias queríamos lograr.
Dejé de abrazarla y nos separamos, pero no pudimos apartar nuestros ojos de nuestras mutuas miradas, ni soltar tampoco nuestras manos. Realmente estábamos algo incómodos, sentados de lado, pero no nos importaba.
“Dios mio… que bella eres!” le dije, y ella simplemente sonrió realzando aun más su belleza.
“Hoy en la tarde fui a una playa cercana, al sur de Carmél… -me dijo, y añadió-… allí, en la colina y entre los árboles, una amiga tiene una cabaña, pero era en el mar donde quería estar… entonces fui a nadar…!”
Yo la escuchaba con atención, encajando sus palabras en mis recientes recuerdos de esta tarde.
“Pero tenía la obsesiva ilusión, en lo más profundo de mi alma, de que te iba a encontrar allí… Pero la playa estaba desierta… y con lágrimas en los ojos entré al mar, y el agua salada se confundieron con ellas…”
Yo la miraba escudriñando sus ojos, sus labios, su frente, su delicada nariz, sus gestos y los pliegues de la piel de su rostro mientras me hablaba. Y en mi alma me escuché decir: “Dios que sincera y tierna eres… y que sedienta de amor estás!”.
Ya eran varias horas desde que se había iniciado nuestro encuentro, y hasta este instante no había visto ni un solo gesto o mirada que denunciara la falsedad de sus actos o frases. Me miraba y hablaba con la naturalidad de conocerme toda una vida, aunque sus palabras revelaban una tristeza recién superada.
“Pero cuando salí del agua te vi parado en la orilla. Al principio no te reconocí porque estuve enamorada por mucho tiempo de un recuerdo. Hoy te vi más robusto y con la barba encanecida, pero cuando me sonreíste y miraste a mis ojos, vi tu alma. Eras el mismo de siempre… Mi adorado…!”
Liola se acercó nuevamente, rodeó mis hombros con sus brazos y me besó. Nuestras lenguas volvieron a entrelazarse mientras nuestros labios buscaban afanosamente la forma de acoplarse para transmitirnos lo que no podíamos con palabras. Rodeé su cintura con mis brazos, la acaricié y la traje hacia mí, instintivamente, para sentir el palpitar de su vientre junto al mió, y sentí que ella me correspondió levantando una rodilla e intentando apretarse a mí, pero un millón de cosa se interpusieron a nuestras intenciones. Entonces nos calmamos.
“Vamos a mi hotel… -me pidió, y me explicó-… quiero cambiarme de vestido y refrescarme un poco!”.
Repito, en mi vida profesional he construido muchas estructuras de ingeniería, y sé, que lo hermoso de una arquitectura se logra con paciencia, colocando cada ladrillo en su lugar y en el momento debido, en donde antes no había nada. Y si bien es cierto que no soy poeta, tuve el tino suficiente y dejé que Liola escribiera los detalles de las rimas de los versos que nos llevarían inexorablemente al paroxismo del amor.
Sí, no necesitaba ser adivino para saber que esa noche haríamos el amor, ni tampoco tener demasiada experiencia para saber que la mujer que estaba a mi lado era un ser especial, de los que a estas alturas de mi vida no encontraría. Así que fui cauto y condescendiente para dejarme llevar por la mágica partitura amatoria de Liola.
Su hotel, “The Colonial Terrace”, estaba muy cerca del otro extremo del camino en el que estábamos estacionados, y me tomó menos de cinco minutos para llegar al estacionamiento del lugar, aunque tuvimos que caminar casi 20 mts por un camino pavimentado de ladrillos rojos y alumbrados por postes de mediana altura. Por donde Liola caminó descalza, abrazada a mi cintura, riendo a las ocurrencias que brotaban de mi ya afiebrada mente de amante. Así la vi pequeña, sin usar sus tacones llegaba a la altura de mis hombros, lo que me dio una sensación de poder y a la vez de protección sobre ella.
Cuando llegamos a una especie de terraza, frente a la entrada del hotel, nos sentamos en unos sillones, al aire libre, y besándome me pidió que la espere unos minutos. La vi alejarse caminando sobre las puntas de sus pies, sosteniendo sus zapatos en una mano; y la contraluz de las lámparas de neón que alumbraban el lugar resaltó el contorno de su figura, entonces, como un rayo, vino a mi mente su imagen desnuda y quedé embelesado por unos segundos.
Esperé casi 30 minutos. En los que, desde mi cómodo asiento, miré los alrededores y el lugar me pareció divino. Sí, porque éste tenía casas con lámparas y jardines. Luego, simplemente divagué en mis pensamientos. Entonces me asaltó una idea, producto de mi inseguridad emocional y de la extraordinaria personalidad de Liola.
“¿Y qué, si ella no quiere…? ¿Que sólo esté jugando conmigo?... No, no puede ser… Sus ojos, sus gestos, sus palabras casi incomprensibles para mí, y por último, sus besos me demostraba que esto era en serio… ¿En serio?” me pregunté, y estuve a punto de romper el estado mágico que Liola había generado en mi alma, si ella no hubiera aparecido en ese preciso momento.
Fueron escasos los segundos que transcurrieron al verla venir como un angelical fantasma. Vestía totalmente de blanco, un vestido de hilo de algodón de una sola pieza, ajustado de la cintura para arriba, que llegaba a cubrir sus hombros y brazos, y con un escote horizontal que resaltaba sus senos; y abajo, era amplio como un faldón, el que llegaba a cubrir sus rodillas dejando ver sus tennis shoes y medias cortas del mismo color. Además, sobre sus hombros, como un chal, un suéter abierto.
Si las dudas durante la espera habían atacado mi ánimo, fueron sus besos los que se encargaron de renovar la promesa de que íbamos a tener una gran noche.
“Vamos amor… ahora si estoy lista!”, y tomando mi mano me llevó de nuevo por el camino pavimentado de ladrillos rojos y faroles amarillos. Pasamos de largo al lado mi auto, y caminando nos dirigimos a un lugar que ella ya conocía y me había mencionado antes.
Tan pronto como habíamos dejamos la vecindad de casas, Liola se volvió contra mí y en la semipenumbra nos besamos con la misma pasión como lo habíamos hecho la última vez, sólo que ahora, era la ropa que llevábamos puesta lo único que se interponía entre nosotros.
Los besos encendieron nuevamente muestras almas, nuestros labios jugaban a acariciarse y humedecerse mientras compartíamos nuestra misma respiración. Su cuerpo se apretó al mío y logró dibujarse en mi mente coincidiendo lo cóncavo y convexo, sus fisuras y mis protuberancias, y yo, mientras la sostenía con una mano por la cintura, con la otra acaricié suave y lentamente el contorno de sus nalgas y su ya ardiente hendidura.
Liola dejó de besar mis labios para buscar mi cuello, y yo cerré mis dedos en una de sus contorneadas nalgas como queriendo estrujarla.
“Ah…!” gimió, y yo temí haberle hecho daño.
Yo estaba muy inclinado sobre ella, sosteniéndola ahora con ambas manos por la cintura, entonces ella se abandonó, dejó caer su cabeza hacia atrás y me ofreció su delicado cuello, el que besé con pasión mientras una sinfonía de gemidos se entremezclaban con los de las olas de mar. Entonces sentí que sus manos surcaban mi cabello, acariciándome y guiándome a donde quería ser besada, hasta apartarme de ella ejerciendo una presión de una manera casi imperceptible.
Ambos, jadeando de pasión, nos miramos a los ojos, y la luz de la luna me permitió constatar el estado de embriaguez, compartido, en el que nos encontrábamos como producto de estar bebiendo a sorbos el cóctel de las hormonas del amor. Y nos calmamos, mutuamente, con suaves besos porque que sabíamos que la noche daba para más… Mucho más.
Caminamos nuevamente por el Scenic Road en busca del lugar al que Liola quería llegar, y en el trayecto volvimos a repetir los besos y caricias que nos volvieron a encender porque ya éramos adictos el uno al otro.
Hasta que su alegría se iluminó y exclamó “Allí, allí está el banco de madera que te conté… Allí te imaginé conmigo… No sabes cómo me sentí tan sola esta mañana… pero ahora estás conmigo…”. Y caminamos hacia él... Continúa en: LIOLA… A LAS PUERTAS DEL CIELO... PARTE 2 final.

LOS VIAJES ASTRALES… ¿FICCIÓN O REALIDAD?

Autor... Michaelangelo Barnez Para empezar diré que los Viajes Astrales son experiencias extraordinarias en donde el espíritu, alma, ánima...