John era un hombre muy metódico y
disciplinado, aunque de pensar lento. Padre amoroso de dos hijas y esposo fiel,
responsable al detalle del quehacer doméstico familiar, debido al horario de
obrero textil que tenía en el turno nocturno y su disponibilidad de tiempo
durante el día. ¿Pero, cómo lo hacía? Así. Salía de la fábrica a las 6.00 am. A
las 7.00 llegaba a casa y preparaba el desayuno, les servía a sus hijas y luego
las llevaba a la escuela privada que su salarió entero no podría cubrir. De
regreso a casa, 8:30, su esposa, María, ya se había marchado al empleo que
tenía en una empresa constructora importante, así que desayunaba solo. Dormía
de 10 am a 4 pm, y se levantaba para ir a recoger a sus niñas del colegio. Al
regreso las ayudaba con las tareas escolares mientras preparaba la cena. A las
7pm cenaban, por lo general, los tres solos… A las 9 pm las niñas iban a la
cama y él al trabajo.
Su esposa era todo lo contrario a
John. María era una mujer muy inteligente, moderna, liberal y feminista, quien
había asumido como mayor responsabilidad en su vida su profesión de ingeniero,
además del objetivo de lograr el mayor sitial en la dividida e injusta sociedad,
cuyas reglas la discriminaban por el solo hecho de ser mujer. Amaba a sus hijas, pero no tenía tiempo para darles “el cariño que quisiera, hijas mías… -les
decía en algún momento de los fines de semana-… porque debo trabajar mucho para
poder pagar todo lo que tienen”, ya que era la única oportunidad en que las
veía.
“¿Señorita Nora, podría ver a mis
hijas? Mi esposa va a demorar un poco y yo tengo que ir a trabajar”, dijo John.
Él tenía que recurrir por ayuda de la joven vecina del condominio en donde
vivían, cuando su esposa no llegaba.
Una noche de esas, en camino al trabajo, tuvo
que desviarse de su ruta habitual y dar un extenso rodeo debido a un accidente
de tránsito, y al pasar por un discreto motel vio la camioneta de María
estacionado en el parqueadero de este. Un escalofrío recorrió su cuerpo ante la
instantánea idea que le vino a la mente. Realmente él no supo cómo llegó
manejando a las puertas de la fábrica en donde laboraba, pero se bajó como un
autómata, entró al recibidor, ponchó su tarjeta de ingreso y, abrumado por sus
pensamientos, fue caminando a la máquina textil que ya usaba más de 10 años, y sin
responder los saludos de sus compañeros se puso a trabajar.
Esa noche perdió dos dedos,
debido a que, por su distracción, la cortadora de tela que usaba se los cercenó.
Así que su jornada de trabajo terminó en el hospital.
A los dos días, cuando le dieron
de alta, estuvo sentado por horas en el sofá de la sala de su casa, solo, sin
hacer nada, pensando en lo injusto que era la vida. Sus dedos perdidos y el
dolor que le causaba ya no le importaban. Era su alma la que sufría, porque
María se había marchado del hogar llevándose a sus hijas.
John siempre guardó ese temor
oculto en el fondo de su alma. Desde el día que acabaron la secundaria y se
juraron amor eterno, él sabía que María era mucha mujer para él.
“Somos muy pobres para educarnos
en una profesión. Nuestros padres no podrán con los gastos, ni siquiera en una universidad estatal!”, dijo María en ese entonces, al ganar su ingreso libre a una
universidad debido a sus altos calificativos obtenidos, cuando solo tenía sus
dulces 17 años, segura de querer seguir una carrera universitaria.
“Yo no creo que pueda ingresar,
si a las justas he terminado la secundaria… -acotó John, y añadió-… y tampoco
tengo intenciones de ser profesional”.
“En cambio yo quiero ser
Ingeniero, quiero estudiar Ingeniería Civil!”, dijo María como una plegaria,
mirando al cielo.
“Mi padre se va a jubilar este
verano y piensa dejarme su puesto en la empresa textil donde labora… Creo que
ya tengo mi futuro definido!”, dijo John mirando y admirando la belleza de
María.
María era más que un rostro
bonito, porque la naturaleza le había dado, además de un cuerpo exuberante, una
mente vivaz y aguda, que quienes la trataban podían comprobar. Cuando paseaban por las calles y parques, los hombres
mayores la miraban con deseos libidinosos, sin prestar atención al
brillo de inteligencia que mostraban sus ojos… y John, a su lado, no
existía.
“John, te quiero, te quiero con
todo mi corazón. ¿Por qué no nos casamos?” le pidió María acurrucándose en sus
brazos.
“Tus padres, ni los míos lo
permitirían. No tenemos un lugar propio, y ni en tu casa, ni en el mío hay
lugar”.
La conversación de los jóvenes
amantes recién graduados continuó en la cama. María le entregó su virginidad y
John se sintió haber llegado a cielo por un instante. Luego de un breve
silencio, John habló… solemnemente.
“María, voy a aceptar trabajar en
la fábrica y tú vas a ir a la universidad… ¡Te lo prometo!”
De los ojos de John salían
gruesas lágrimas, provocados por los recuerdos de juventud, las que rodaban por
sus mejillas siguiendo los surcos que la vida había marcado en su rostro. Sin
embargo, guardaba silencio. Se miró las manos. Una estaba pulcramente vendada,
mientras que la otra mostraba los duros callos ganados en sus batallas de 8
horas de trabajo diario, y sus uñas sucias de la grasa que usaba en la máquina,
la misma que le castigó por su distracción.
A los pocos días lo llamaron a
reincorporarse al trabajo. La empresa lo quería de regreso en la fábrica para
tenerlo sentado las ocho horas en el área de descanso del taller, con tal de no extender el permiso médico. Así que John, como no podía conducir su auto,
tomó el tren, solo serían cuatro estaciones de paradas y llegaría a su trabajo.
Esa noche, en su confusión, provocado por las pastillas contra el dolor y el
embrollo que sentía en el alma, se bajó en la tercera estación como un
sonámbulo, dejando olvidada su caja de lonchera. Al percatarse de su error ya
no pudo regresar al mismo vagón, porque las puertas se habían cerrado y el tren
ya se había puesto en marcha. Por lo que tuvo que esperar al siguiente. En plena
espera llegó a escuchar un estruendo lejano, pero no le dio importancia.
Entonces subió al vagón que ya tenía en frente de él, cuyas puertas ya se
abrían. No bien se puso en marcha el tren, este tuvo que detenerse por una
emergencia… Una bomba había explotado y destruido la estación cuatro, hacía
solo unos minutos, anunció los portavoces.
John de todos modos llegó al
trabajo y fue al área reservada para su sentada jornada de ocio de 8 horas, en donde vio por la TV los detalles de las noticias. Pero luego el sueño lo venció.
John fue despertado bruscamente
cuando unos hombres uniformados y fuertemente armados le cayeron encima, sin
miramientos a su condición de convalecencia, y lo ataron de pies y manos. Y
así, encapuchado, lo llevaron a la estación de policía. A John lo acusaban de
haber dejado una bomba en el vagón en que viajaba y haberse bajado en la
estación anterior en compañía de una mujer… y la policía tenía los videos de
las cámaras de seguridad del lugar para demostrarlo. Esto, además del perfil
sicológico por el que atravesaba, lo hacía el principal sospechoso del
atentado.
John no durmió durante 24 horas,
entretenido en interrogatorios, cachetadas, traslados, más interrogatorios y
cachetadas, y vasos de café, hasta que fue liberado libre de culpa. Él nunca
admitió los cargos, pero sus captores dudaron de su cordura por las respuestas que daba
acerca de la persona que lo acompañaba en los videos. Felizmente, para él, los
culpables ya habían sido identificados y arrestados.
De vuelta al sofá de su sala, solo,
sentado, meditaba en silencio mirando la foto del video que uno de los oficiales
que lo interrogó le permitió quedarse, a manera de disculpa por el equivocado arresto, los golpes y lo insólito del caso.
“¿Será posible?” se preguntó John,
compungido y confundido, mirando fijamente a la figura que aparecía a su lado
en la foto.
Y no pudo contener su llanto.
“Mamá… sé que siempre me acompañas… y esa noche me salvaste la vida al sacarme
del vagón. Mañana, te llevaré flores al cementerio, mamá linda!”.
4 comentarios:
Estimado amigo:
Logras dejar ese gustillo de solicitarte que sigas escribiendo, porque tu pluma tiene la genialidad de llevarnos a la sorpresa de un final inesperado. Desde que leo lo que escribes, siempre me dejas sorprendida con el giro que logras imprimirle y con la versatilidad del mismo, de cada uno de los finales, acertadísimos y muy originales. Una vez más te felicito.
Be Bj
Mi querida Bianca... Disfruto mucho construyendo historia como esta, en el genero del Cuento, y trato de seguir sus normas que la definen como tal. El resto es cuestión de ingenio para construir la trama, el desarrollo y, principalmente, el puntillazo final del desenlace que debe sorprender al lector. Son así de simple las reglas del Cuento... y hay que seguirlas para no desnaturalizar al genero. La creación literaria está en cómo nos inspiramos para poner las palabras que corresponden en el debido lugar y no otro, e ir desenvolviendo la madeja del interés por leerla.
Querida hermana poeta, te agradezco que hayas motivado estas lineas.
Saludos
Excelente cuento muy bien escrito y diferente, mis felicitaciones
Gracias Jorge CABRERA.
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