miércoles, 31 de julio de 2019

EL CAMORY…


       

EL CAMORY…
De Michaelangelo Barnez

Era exactamente el verano del 62’ cuando sentí que el mundo cambió para mí. Tenía 14 años y de pronto algo despertó muy dentro de mi espíritu que me hizo percibir una avalancha de sensaciones y experiencias que no lograba entender. Crecí, mi voz se hizo grave y mis axilas y pelvis se enmarañaron de vellos. Y de pronto descubrí una música que traducía el caos de las emociones que fluían por mis venas, además del cóctel de hormonas que me hacían vibrar al ritmo de los bajos y guitarras eléctricas. Claro que el rock ya había aparecido hacía siete años con Elvis Presley, Bill Halley, Chuck Berry y otros, pero para mí aparecieron recién ese verano junto con Paul Anka y Neil Sedaka, a quienes no entendía lo que decían debido al idioma Ingles, lo mismo que yo a mis padres sin tener esa barrera, pero Los Teen Tops tuvieron la virtud de ser los primeros en ponerlo en español.
Desde que nací había escuchado la música peruana, criolla y andina, por la radio y en las aburridísimas fiestas familiares. También era de mi entorno musical las guarachas o música afrocubana, y bien recuerdo a la Sonora Matancera y su larga fila de vocalistas súper estrellas y al trío de Los Compadres. Pero en general era una música que, como dicen, me entraba por una oreja y salía por la otra, sin alterar para nada de nada en mí, ni tampoco lo esperaba porque jamás había tenido una experiencia que me hiciera saber que había algo más.
Una tarde, justo el 1 de Enero del 62, luego de jugar un partido de fulbito en la pista de patinaje del parque “El Porvenir” hasta el cansancio y la semipenumbra del comienzo de la noche, mi amigo Federico me dijo “Bebe, te invito una chicha morada”. “Claro, y yo pongo los Chancais (pasteles)” le respondí, pero añadí algo más: “No me llames Bebe… Sólo dime Mikey”. En unos meses más cumpliría 15 años y mis padres, mis hermanos y amigos más cercanos del barrio me seguían llamando “El Bebe”, y yo ya no lo soportaba. Sólo en el colegio Salesianos, lejos del barrio y mi casa, me llamaba por mi nombre real Michaelangelo, aunque preferían decirme Mike, Mikey o Miki.
Cruzamos la pista de la concurrida avenida Bolívar, abrazados como compadres del alma que éramos, jodiendo a los choferes de los vehículos, que tenían que frenar para no atropellarnos mientras los maldecíamos degradándoles a sus madres. Ya en la vereda entramos a una pastelería del barrio, justo frente al parque, que sólo había visto desde lejos destellar su nombre con sus luces de neón… “El Camory”.
Las pastelerías en general no eran de mi agrado desde que una vez, de muy niño, me atraparon robando. Yo vivía en un barrio de clase media, en esos tiempos, porque luego se deterioró mucho, en el Block 22 de la Avenida 28 de Julio, a sólo dos blocks del parque Porvenir, en condiciones que podemos considerar decentes, lugar en donde, justo a la vuelta de la esquina, había un corralón o terreno baldío, cercado con una pared de adobe y un único portón como fachada, vecindario clandestino de un solo caño de agua potable y una sola letrina para más de diez familias que habían construido sus ‘casas’ de esteras y cartón, lugar en donde, lógicamente, estaba inundado de niños. Niños que eran muy pobres y que vivían casi en completo abandono, descalzos, despeinados y destilando mocos de la nariz a los labios. Sí, estos niños, cuando yo tenía mis escasos 7 años, eran mis más entrañables amigos con quienes compartía mis juguetes, golosinas y, de cuando en cuando, les regalaba la ropa que ya no usaba. Fue con ellos con quienes tuve muchas experiencias, y una de ellas, la primera vez en mi vida, de dormir fuera de casa, en la intemperie de la calle, lógicamente, sin ningún permiso. Claro que, al contrario de los otros niños del grupo, fui extremadamente inconsciente de la preocupación que les ocasioné a mis padres al no regresar hasta el día siguiente. Fue también la primera vez que dormí acurrucado debajo de la escalera de un edificio protegido con papeles de periódico. La experiencia fue divertida mientras contábamos historias, hasta que llegó la hora de dormir, que era cuando cada quien caía rendido por el sueño y se dormía. Fue entonces que sentí frío y me di cuenta que el piso de cemento que tenía como colchón jamás se ablandaría. Me acordé de mi madre y de sus “buenas noches hijo” entonces quise irme a casa pero estaba atrapado, allí, sin saber como regresar. Al día siguiente, es un decir, me levanté muy temprano y comencé a despertar a mis amigos para regresar pero no me hicieron caso, hasta que la cosa cambió cuando una vieja cascarrabias salió, escoba en mano, de uno de los departamentos y nos echó del lugar. En casa, mi madre estaba al borde del colapso, sufriendo lo indecible por mi ausencia, y cuando me vio llegar me abrazó inundada en llanto preguntándome en dónde había estado. “En casa de un amigo” le dije llorando contagiado por la tristeza de ella. Realmente no recuerdo todos los detalles de mi regreso pero sí de mi resolución de jamás volver hacerlo. ¿Y mi padre? Mi padre me miraba en silencio, muy serio, aunque sin decirme ningún reproche. Felizmente mis hijos nunca me hicieron esto, cuando tenían siete años, sino mucho después, de adolescentes, y pagué en carne propia mi travesura infantil porque su madre y yo sufrimos.
El ser amigo de una pandilla de niños abandonados de siete años, en donde yo sobresalía no como líder sino porque era el único que usaba zapatos, además de pantalones corto, camisa limpia, bien peinado y con un gorrito de baseball, traía compromisos de ser y hacer lo que el grupo quería. Una de ellas era lo cotidiano en mis pequeños amigos: robar. Para ellos era una manera de vivir, a tan temprana edad, para poder sobrevivir el día a día, para mí, una experiencia única. Nunca antes me habían invitado a hacerlo, pero después de haber pasado una noche en la intemperie nuestros lazos de hermandad se habían reforzado. Ya no era el niño rico del barrio sino un hermano para ellos. “Vamos a robar unos pasteles” dijo Javier, el líder del grupo, y yo en medio de ellos con mi silencio acepté. Así, entramos a una pastelería que estaba a sólo un block de mi casa, éramos como diez niños. El dueño apenas vio al grupo de desapastrosos salió con un palo en la mano porque no era la primera vez que los veía, ni robaban. El grupo sólo entró y salió, como una ráfaga de viento, y en ese breve instante mis amigos agarraron lo que pudieron, y yo, escaso de toda experiencia, me quedé solo, pastel en mano, bloqueado por el dueño quien estaba parado en la única puerta de salida. Posiblemente me iba a apalear de no haber intervenido providencialmente la mujer del italiano, “Él es el él Bebe… el hijo de la señora Rosi… Mañana hablaré con ella” fue lo único que dijo, y su marido, reconociendo a mi familia, se hizo a un lado y me dejó pasar. Yo, pastel en mano aún, pasé delante de él, quien me miraba con el ceño fruncido y el garrote recostado en su hombro. Fue un largo vía crucis de diez pasos los que di para salir a la calle, temiendo que justo en la salida recibiría el castigo, pero no fue así. Una vez afuera caminé con dirección a mi casa inmensamente avergonzado de lo que había hecho, pero en la esquina mis amigos me estaban esperando. El grupo se reía burlándose de mí hasta que Javier me dijo que ese había sido mi bautizo, que jamás me iba a suceder lo mismo porque en una próxima me rescatarían con una lluvia de piedras contra quienes se atrevieran a detenerme, entonces escupió a la palma de su mano y me la brindó para sellar la hermanad, diciéndome: “Eres rico, nunca te detendrán y si lo hacen, te rescataremos”. Yo le miré a los ojos pensando en la humillación que había sentido cuando estuve dentro de la panadería bloqueado por el dueño y rodeado de los empleados, teniendo suficiente dinero en el bolsillo como para invitar a todos mis amigos sin tener que robar. Y desde muy dentro de mis escasos siete años salió a relucir los atisbos de mi personalidad rebelde. No dije nada, simplemente estrellé mi mano, con pastel y todo, en la palma del líder, apretándola, haciendo que el pastel se desparramara por entre nuestros dedos mientras unas lágrimas salían de mis ojos. Todos entendieron mi actitud. Luego caminamos de regreso a casa en completo silencio, y aquel escaso block de distancia se hizo larguísimo, hasta que llegamos a la esquina del barrio, en donde sin mediar ninguna palabra nos dimos un abrazo ¿de despedida? Sí. Todos sabíamos que los lazos de nuestra amistad se habían roto.
Mi madre se enteró al día siguiente de lo sucedido por intermedio de la dueña de la panadería. Ella no me dijo nada pero la vi, triste y preocupada, hablándole a mi padre en voz baja, algo tramaban. Mi escapada nocturna y el robo los había alertado acerca de mi conducta y el control que ellos tenían que ejercer sobre mí, además del compromiso de sus viajes de negocios que no podían desatender.
Las vacaciones terminaban y tenía que ir a la escuela, yo creía que iría a la misma escuelita particular de siempre pero mis padres me dijeron que me iba interno a “Los Salesianos” de la avenida Brasil. Mis hermanos estaban tristes, pero yo lo tomé muy optimistamente, como sea, ya no tenía amigos en el barrio, ni deseos de estar allí. Así, me fui por siete años a estudiar la primaria y la secundaria y hacer nuevos amigos, con esporádicas salidas cada último domingo del mes y en las vacaciones escolares anuales. Hasta el verano del 62’ en que, como les dije, todo cambió en mí.
Cuando entramos a la pastelería “El Camory”, abrazados como grandes amigo, era Federico quien llevaba la batuta de qué hacer porque yo había estado ausente del barrio por muchos años. Él cogió una bandeja en donde puso un vaso de chicha morada y un chancay, y yo lo imité. Luego fuimos a la caja registradora y pagamos lo que habíamos escogido. Cuando di media vuelta, siguiendo a Federico, recién fui consciente del lugar en donde estábamos. El local estaba lleno de adolescentes como yo, en donde las niñas, casi mujeres, me miraban con la coquetería que los andrógenos de su ya iniciada época de menstruación les daban a su feminidad. Trastabillé e hice un gran esfuerzo para seguir a mi amigo, avergonzado por el solo hecho de que las niñas me mirasen, rogando que la bandeja no se me cayera de mis temblorosas manos. Federico encontró un lugar donde sentarnos, mientras que al pasar por entre las mesas algunos chicos y chicas lo saludaban.
Yo estaba asombrado, nunca antes había visto tanta gente como yo comportarse de una manera tan independiente en un lugar público como en esa pastelería. En todo caso, ese lugar escapaba a la denominación como tal. Mis ojos no dejaban de observar todo porque todo llamaba mi atención. Los chicos vestían camisas o polos de color blanco, blue jeans y mocasines, tenían patillas, un cigarrillo en los labios y peinados a lo Elvis, Tony Curtis o James Dean, el cuello de la camisa levantado y una siempre eterna sonrisa en el rostro. Las chicas llevaban maquillado los ojos y los labios pintados, mientras un constante movimiento en su rostro denunciaba que mascaban chicle. Fui consciente que estaban muy limpios y perfumados, que para mí vergüenza comprobaba que yo apestaba, además de estar sudoso, despeinado y sucio por el juego realizado toda la tarde. Miré a mi amigo y descubrí que no estaba tan sucio como yo. Federico estaba peinado, y el polo y el pantalón corto que usaba en condiciones aceptables. Recién comprendí por qué no se revolcó como yo lo hice al jugar. Y me avergoncé de mí mismo. De pronto, un sonido inimaginable interrumpió mis pensamientos, la Rocola aullaba una música que desconocía totalmente. “La Plaga!!!” grito Federico y saltó como expelido por un resorte de su asiento, se acercó a una mesa cercana e invitó a bailar a una preciosa chica. Él no fue el único en reaccionar de esa manera, de pronto el resto de muchachos llenaron en estrecho espacio de baile. Y lo que vi fue una imperecedera lección de cómo se baila el rock. Ellas vestían faldas amplias de color blanco o rosado, medias de colores y tenis shoes del mismo color, de pronto descubrí que todas vestían igual. Pero el baile fue toda una experiencia audiovisual inolvidable. Vi a chicos y chicas dar pasos muy acompasados, otros daban saltos y giros casi acrobáticos, pero todos siguiendo aquel vibrante ritmo de bajos, baterías, pianos y guitarras. Fue cuando sentí que una corriente eléctrica bajó desde la raíces de mis cabellos, recorrió mi cuerpo y enervó todos los poros de mi piel. Mi corazón se aceleró, y sentí que el sonido de las guitarras eléctricas se quedaban en mi alma vibrando, provocándome emociones jamás sentidas, entonces fui inundado por una repentina alegría y gozo, y quise bailar y gritar con todos “allí viene la plaga!!!… me gusta bailar!!!” y de pronto, un ángel de niña-mujer apareció en medio de la muchedumbre juvenil, bailando de la mano de su pareja y con la otra mano levantada al cielo mientras retorcía su cintura, y sus escuálidas caderas hacían bambolear su falda. Sí, fue casi una visión divina justo cuando escuchaba “y cuando está rocanroleando, es la reina del lugar” y los acordes de las guitarras volvieron a enervar mi ser, contagiado por la alegría me moví, allí, en mi asiento, siguiendo el contagiante ritmo como jamás lo había hecho con música alguna. Sí, el rock había llegado a mi alma para quedarse allí, para siempre. Por fin ese vacío provocado por el alboroto de mis hormonas de la pubertad tenían un cause común en el río del inquietante Rock and Roll.
Cuando Federico regresó a la mesa me dijo jadeando “La amiga de mi chica quiere conocerte” y yo instintivamente miré la mesa en donde estaba la chica que había bailado con mi amigo y vi, al lado de ella, a un ángel que me sonreía, la misma que había visto bailar en el centro del salón. Sí, un ángel de niña-mujer cuya hermosura a la vez que me embelesaba me intimidó. Yo no sé de dónde ha salido el prototipo de mujer que llevo siempre conmigo, en ese entonces aun no conocía a la BB, ni a Sofía Loren y tampoco a Gina Lollobrigida, y menos aún Isabel Sarli, ni las revistas de Playboy habían caído en mis manos aún. Y hablando de manos, tampoco, aun, a rosi y sus cinco hermanas, así que no sé de dónde diablos las mujeres rubias, pecosas y de ojos azules me apasionaban.
“No… hoy no” le dije a mi amigo porque me sentía abrumado.
Federico me habló de su enamorada, Luisa, y de su amiga, Melyssa. Me contó que recién la nochebuena la había besado y que ahora se consideraban enamorados. Me dijo también que Melyssa era hija de gitanos y que tenía dos hermanos gemelos muy celosos que llegarían pronto, además me advirtió que ella tenía un pretendiente pero que al verme yo le había gustado mucho y quería conocerme.
Terminamos la chicha morada y el chancay y yo deseaba irme, y a pesar de que el lugar y el ambiente me gustaba de sobremanera no me sentía al nivel de lo que yo consideraba mínimo en mi persona como para desenvolverme con soltura.
Se lo dije a Federico, “Ok Bebe, vámonos…” me respondió, y dejando las bandejas en el lugar correspondiente nos disponíamos a irnos.
Federico se acercó a la mesa a despedirse de su chica y yo lo seguí. Justo cuando la Rocola iniciaba un largo llanto: “Only youuuuu!!!”.
Su chica no aceptó la despedida sino que salió a bailar. Pero lo peor de todo fue que su amiga la siguió. Sí, Melyssa la siguió y vino hacia mí. Yo no sabía bailar, en realidad jamás había bailado, e iba ser la primera vez que iba a tener a una chica tan cerca de mí cuerpo. Realmente no sé que hice, pero me encontré bailando muy pegado a ella, balanceándome como un idiota, creo, y sólo atiné a seguir sus movimientos de manera muy torpe, aunque sentí su cuerpo llevarme por un paseo al cielo, pero sobreviví sin pisar sus pies. No recuerdo cómo terminamos el baile, ni cómo me despedí, sólo sé que quedamos comprometidos a patinar al día siguiente. Claro que sí recuerdo la experiencia que tuve cuando salíamos porque todos me saludaban como si fueran mis amigos, debido a que había bailado con la chica más hermosa y popular del barrio, hasta que llegué a la puerta y encontré a dos tipos, mayores que yo, que eran los mismísimos retratos de Elvis Presley y James Dean, por partida doble, y que me agarraron de la solapa y encarándome me dijeron: “Oye… la chica con quien bailaste es nuestra hermanita… Ya sabes” y me soltaron, eran sus hermanos, los gemelos gitanos.
Al día siguiente, en la mañana, acepté sin ninguna objeción el insistente acoso de mi hermana mayor para bailar el rock. Ella quería practicar y yo, hasta el día anterior, me había negado a ser el títere de sus ritmos.
Pero hoy era diferente, yo quería aprender aquel inquietante ritmo que nos embrujaba a todos, y que era pieza ‘sinenquanom’ de las reuniones en “El Camory”… Lugar en donde había encontrado al ser más dulce, a quien no le había importado mi desgreñada ocasional apariencia sino que simplemente la había atraído.
En la tarde nos encontramos en la pista de patinaje, Federico, Luisa, Melyssa y yo. Y por primera vez comprobé que las maromas que tanto había practicado tenían un rédito muy importante. En la práctica, me había “pavoneado” a los ojos de todos con mi destreza natural para los movimientos arriesgados del patinaje. Y si algo de mí había atraído a la niña de mis sueños ahora la había embrujado. Sudé copiosamente pero a ella no le importó darme un beso en la mejilla al despedirnos, sólo para encontrarnos más tarde en…
“En El Camory a las seis, ok?” me dijo Melyssa con su mirada angelical.
En casa me di un baño, no sólo de agua sino de los perfumes de mis padres y hermanos mayores, además de afeitarme lo que no poseía. Miré la foto que mi hermana tenía de Elvis pegado al espejo y copié su peinado sin lograrlo, hasta que ella apareció y me dijo que tenía que usar gomina. “Ajá…” dije, y la odiosa de mi hermana empezó a caerme bien.
En mi ropero tenía un Blue Jean, roto y gastado, que había dejado por lo apretado que me quedaba, pero que ahora creí perfecto. Escogí una camisa, blanca y de franjas rojas, que levantando sus solapas era perfecta. Me miré en el espejo y miré la foto de Elvis, entonces sonreí. Sí, ahora si estaba perfecto para el Camory.
Esa tarde fuimos al Camory, Federico, un nuevo amigo, Cooky, y yo, poco antes de las seis. Y con sendas Piñas Coladas nos sentamos a esperar a las chicas.
De pronto escuché el tin, tin, ton de “La Plaga” y salté a bailar, ¿con quién? No sé, pero dos chicas salieron a bailar conmigo, y bailamos, yo retorciéndome como lo había hecho previamente en el ensayo con mi hermana, y también como cuando patinaba en una pista. No es que yo fuera muy lindo, sino que era el “Nuevo Niño del Barrio” que tenía ‘algo’ que otros no tenían, pero que yo desconocía.
“Allí viene la plaga!!!” decía la canción y yo le hacía el coro diciendo: “Me gusta bailar!!!” mientras daba un paso adelante como quien empuja una colilla de cigarro, y otro atrás de la misma manera, rotando mis hombros al ritmo de la canción, sin tener en cuenta el desastre que hacía al corazón de una niña que, en el efímero amor de adolescentes, estaba locamente enamorada de mí. Si, Melyssa había llegado con sus amigas y me veía bailar, y lloraba al verme con otras, llena de celos a pesar de que ni siquiera nos habíamos besado.
Regresamos a muestra mesa, y todos comentábamos el baile realizado y de las nuevas chicas que íbamos conociendo. Para mí, Melyssa me gustaba mucho, y me ilusionaba con la idea de que fuera mi chica, sin embargo Melyssa ya me consideraba “su chico” y sufría por “haberme encontrarme con otras”.
Apenas la vi, en medio de sus amigas, el mundo desapareció de mi vista. Quise estar junto a ella; había practicado toda la mañana y fantaseado bailar con ella, y ahora quería acercarme a la mesa y estrecharla entre mis brazos.
De pronto la Rocola soltó la melodía de “All Shook Up” de Elvis Presley, y salí decidido a bailar y ponerme a nivel de todos, me acerqué a Melyssa, que ya había comentado con sus amigas que no bailaría conmigo, y la invité a bailar. Ella no espero un segundo y salió porque en su fantasía de niña-mujer también había soñado bailar “All Shook Up” conmigo.
El baile fue una exhibición de cómo se baila el rock clásico, muy acompasado, con los legítimos pasos que yo había aprendido de la contratapa del disco “A compás del Reloj” de Bill Halley y sus Cometas, y practicado con mi hermana hasta el cansancio.
El baile fue algo maravilloso, no hicimos ninguna figura acrobática pero nos lucimos en la cadencia de nuestros pasos y movimientos del cuerpo como si fuéramos unas simples marionetas atadas al ritmo del rock. Yo me había desinhibido de toda timidez que había mostrado el día anterior e inauguré pasos y movimientos que jamás se habían visto en el Camory, tanto así que llenó la vanidad de Melyssa, fuimos los únicos en el baile, y todos nos siguieron con palmas y vivas. Al final de la canción nos besamos, a mí me gustó mucho aquella demostración de amor puesto que era el primero de mi vida y porque ella llenaba mi ilusión, sólo mucho después comprendería que aquel beso fue una señal de Melyssa, dirigida a todas las chicas, marcando su territorio.
A estas alturas era absurdo estar sentados en diferentes mesas, así que por mi iniciativa nos reunimos todos. ¿Y el amigo Cooky? Cooky ya estaba con su respectiva enamorada.
Ya en el grupo, salió a relucir una faceta desconocida de mi personalidad hasta entonces, la locuacidad y las gracias o bromas, que hacía para divertir a todos. Sí, yo era no tan lindo como Alain Delon, pero eso sí, muy alegre y divertido. Y lo comprobé al día siguiente cuando fuimos a ver la película del momento: “Roco y sus Hermanos” por insistencia de Melyssa, la cual tuve que volver a verla de nuevo, años después, porque Mely me llenó de besos cada vez que salía en la pantalla el bendito francés. Claro que las consecuencias fueron que, desde ese día, tuve que peinarme y sonreír como él para alagar la superficialidad de mi chica… y la mía también.
Los días siguientes se repitieron casi de idéntica manera, sin que esto signifique que nos aburríamos. El cine, la pista de patinaje y el Camory era nuestra rutina semanal, la que se rompía sólo para ir las fiestas en casa de algún amigo los fines de semana.
En ese verano descubrí patrones de comportamiento totalmente nuevos. Uno de ellos era que, si no estábamos en el Camory, no podíamos abrazarnos o besarnos en público. Por lo que en la calle buscábamos, ocasionalmente, lugares, como las escaleras de los edificios, en la penumbra para darnos furtivos besos que colmaban nuestro inocente concepto del amor, ¿más? No, nuestras hormonas no lo pedían aún. La otra norma, no escrita, era que nunca se tocaba la puerta de la casa de la enamorada para llamarla sino que, desde afuera, se le silbaba de una manera muy particular que sólo ella reconocería. Yo lo hice varias veces y fue emocionante ver a los pocos minutos salir a la chica de mis amores, pero luego me gustó más llamar a la puerta y preguntar por ella. Gusto, que luego convirtiera en costumbre. Llamaba a la puerta, sonreía y preguntaba por mi enamorada, a sus padres le agradaba mi atrevimiento y me pedían entrar a esperar por ella. Así controlé a todos los hermanos celosos y hasta a padres maleducados. Sí, educarse en una escuela privada de niños rebeldes y desadaptados sociales, pero ricos, tenía su rédito.
También recuerdo que tuve una cita doble porque a la enamorada de Cooky no la dejaban salir, ya que él era un poco mayor, 18 años, aunque para mi parecer él sólo llegaba a los 12 en madurez. Esa noche estuvimos ambos esperando a nuestras chicas y él agotaba mi paciencia con preguntas estúpidas acerca de si vendrían o no, y qué hacer si no, o si sí.
“Hey Cooky relájate, vendrán… Sino, ya veremos” le dije, y justo aparecieron en la esquina del Parque.
“Cooky, la escalera del 2do piso es mío, ¿ok?” le dije.
“Claro Bebe, yo me voy al 4to piso”
“Te he dicho que no me llames Bebe” repliqué, pero ya no había más tiempo, las chicas estaban ya a nuestro lado.
Subimos en grupo, con Melyssa nos quedamos en el 2do piso, y Cooky y su chica siguieron subiendo.
Sólo alcancé a darle un beso a mi chica, cuando su amiga bajo corriendo, huyendo como si hubiera visto al mismísimo diablo en la penumbra del edificio. Entonces vi a Cooky bajando y le hice un ademán con las manos como muda pregunta de: “¿Qué pasó?”.
Definitivamente mi noche con Melyssa había terminado, ella tendría que acompañar a su amiga de regreso a casa, y yo me tenía que tragar el apetito de haberle dado unos cuantos besos más.
“¿Oye Cooky que pasó, que le hiciste a la chica?
“Nada, Bebe… Cuando Uds. se quedaron en el segundo piso, yo le dije que nos íbamos al 4to, fue entonces cuando ella huyó corriendo sin decirme nada!”
“Oye huevón!… -exclamé perdiendo la calma, y añadí-… la asustaste, ella creyó que te la llevabas al cuarto, a culear!”
“Nooo!!!” dijo Cooky con los ojos exorbitados de la inocencia, sostenidos sólo por las lunas de aumento de los tremendos anteojos que usaba.
Por supuesto que a la niña-mujer sus padres le habían advertido que se cuidara de los muchachos, porque lo único que ellos querían era hacerles “daño” y embarazarlas. Sin embargo estos mismos padres se sentían muy orgullosos cuando sus hijos varones “dañaban” a cuantas chicas caía en sus brazos, y si resultaban embarazadas culpaban a la “perra” por abrir las piernas. Sí, esos años dorados eran de un exacerbado machismo también.
Luego de unos días fui a buscar a mi chica, en la mañana, como nunca nadie lo hacía porque a esas horas ellas estaban muy ocupadas limpiando la casa y ayudando a cocinar. Ella vivía en un lugar muy particular, cerca del Cine “Coloso” a tres blocks del Parque. Sus padres eran propietarios de todo un block en donde tenían su negocio de reparar autos, convertirlos en nuevos y venderlos. Una esquina del inmenso lote de terreno lo habían reservado para su vivienda, claro que para acceder a ella tenían otra puerta, como cualquier casa vista desde afuera, pero yo escogí entrar por el portón del taller en donde reparaban los autos. Allí encontré a un gringo viejo, alto, flaco y de bigotes largos, no sé si enrrubiecidos por sus genes o por el cigarrillo que llevaba siempre en sus labios, vestido de un grasiento overol de mecánico dando órdenes y maldiciendo a sus operarios. Más allá, en una hamaca, una mujer opulenta y pintarrajeada, vestida con trajes muy limpios, largos, holgados y de colores, fumando y en cada aspirada y bocanada de humo resaltaba su nariz de garfio y las uñas de sus manos, las que me recordaban la apariencia de la bruja de “Blanca Nieves y los 7 Enanitos”. “Sus padres” me dije a mi mismo, y más tarde comprobé que había acertado.
“Hola…” le dije al viejo gitano mostrando mi mejor sonrisa.
“Hola Bebe” me contestó amablemente, para mi asombro, porque no creí que me conociera.
“Lindos carros, señor” añadí sin borrar la sonrisa de mi rostro. Entonces el gringo me dio todo un tour de su taller, mostrándome autos desde su estado de llegada, totalmente destruidos, y luego los reparados que lucían, a mis ojos, como nuevos. Me preguntó por mis padres, y entonces recién establecí la relación del mantenimiento de la flota de camiones que poseíamos y el conocerme. “Salúdalos de mi parte y de mi señora, por favor” me dijo el gitano simpático, sin dejar caer el cigarrillo de los labios, mientras se refregaba las manos con una franela empapada de gasolina para quitarse la grasa de uñas y dedos. Mientras yo pensaba que en cualquier momento se encendería en llamas, pero no pasó nada. Y añadió, “Buscas a Mely, ¿no es cierto?... Pasa, está a dentro”.
Caminé casi 50 metros para llegar a la entrada de la carpa-casa acosado en el camino por inmensos perros que se me acercaron en silencio, yo me detuve, ellos me olieron y luego se marcharon. 
Cuando estuve cerca de la carpa que usaban como antesala salieron los mellizos, era un poco más de las 11 de la mañana, y lucían recién bañados e impecablemente bien vestidos. Me miraron con el ceño fruncido para atemorizarme, entonces vi que miraron también por encima de mis hombros.
“Es el Bebe… No lo jodan!!!... -escuché rugir al viejo gitano, y añadió-… Está invitado a almorzar con nosotros!”
“¿Almorzar? Nosotros recién vamos a desayunar al Camory!” dijeron los mellizos en coro, y uno de ellos añadió como un susurro: “Si comes aquí… ya te jodiste… mi hermanita ha cocinado!”.
Entonces salió Melyssa, al escuchar el alboroto, echando fuego por los ojos por mi inoportuna visita.
Yo ensayé mi sonrisa de Alain Delon a la vez que le hacía un guiño de ojos mostrándole un disco de 45 rpm de Chuck Berry: “Johnny B. Good”. Y nuestra bendita superficialidad de adolescentes funcionó. Ella sonrió, y así, frente a mí, retrocedió haciéndome señas con la punta de su dedo índice para que la siguiera. Adentro de la tienda, con mi peculiar desfachatez me lancé sobre unos cojines, pero ella, frunciendo el ceño, me dijo que la siguiera. Yo había logrado entrar y me sentía maravillado del lugar y, sin ser mi propósito, ella se sintió agradecida, aunque realmente no había porque. Entonces, Melyssa me llevó a un rincón de la casa, es solo un decir, muy particular, que sus hermanos habían arreglado al típico estilo occidental con sillas, coffee table, lámparas, póster de Elvis Presley y James Dean, y principalmente al centro de todo, una hermosa radiola en donde tocamos el disco. La alegre y contagiante melodía se dejó escuchar y sin mediar palabras nos pusimos a bailar.
Luego volvimos a tocar el mismo disco pero esta vez sólo lo escuchamos. Ella cogió una revista Life que tenía sobre el Coffee table y ojeándola me dijo “¿Qué lindo será vivir el Los Estados Unidos, no?”
“Mi hermana mayor se va allá a estudiar dentro de dos meses” le dije.
“¿Si? Quién como ella… Cuando termine mi secundaria me iré con mis hermanos a Miami, ellos también están hartos de vivir aquí, con mis padres… -me confesó Melyssa, y con rostro adusto me preguntó-… ¿A qué viniste? No me gusta que nadie me visite aquí… prefiero que nos veamos en el parque o en el Camory!”.
Melyssa era tan hermosa y diferente a sus padres que sentía vergüenza de ellos. A su madre la veía como una bruja y a su padre como un sempiterno sucio, con la uñas percudidas de grasa de los carros, desalineado y apestando a gasolina, pero lo que más le molestaba era el estilo de vida que tenían y que sus padres se negaban a cambiar. Ella detestaba vivir en la casa-carpa, las alfombras, los cojines… en pocas palabras, detestaba a los gitanos, por eso no invitaba a nadie a su casa.
Yo iba a replicarle que no tenía por qué sentirse mal, pero ella no me dio la oportunidad y siguió con su amarga queja, al punto de decirme que creía que había sido raptada de muy niña en España, de sus reales padres, por quienes ahora la cuidaban con todos los mimos de una hija. Entonces no pude decir nada, estaba consternado con las ideas que tan bello y angelical rostro albergaba. El silencio se prolongó hasta que Melyssa finalmente me dijo “Nos vemos en la pista de patinaje a las 4 de la tarde, ¿ok?” y me fui, saliendo por la puerta de la casa y no por la del taller, sin despedirme de sus padres. Aun así, al pasar por el portón del taller les hice una señal de despedida con la mano.
De camino a casa sentí que la belleza de Melyssa se había desdibujado en mi corazón. Había escuchado historias difamantes acerca del robo de niños por gitanos, pero no sé por qué nunca lo creí, sino todo lo contrario, me causó una gran tristeza el hecho de que ella negara a sus padres.
El amor eterno que nos juramos Melyssa y yo duró sólo tres semanas más, luego, sin rencores, continuamos nuestra amistad en el mismo círculo de amigos.
Las reuniones, en las tardes, en el Camory fueron el distintivo de una época en mi vida que quedaría grabada para siempre. Si bien es cierto que la llegada del rock y amor juvenil fueron los principales eventos de ese verano, no fueron los únicos y el lugar y otras experiencias también perdurarán en mi memoria.
Tanto fue así que después de veinte años, poco antes de inmigrar a California, regresé al barrio de mis amores, con mi esposa e hijos para mostrarle el famoso Camory y la pista de patinaje del Parque Porvenir de mis historias, y sólo comprobé que la crisis que asolaba al país se había ensañado con ese barrio de una manera bárbara porque ahora no era ni la sombra de lo que recordaba. Nos sentamos en unas de las bancas del Parque y dejé que mis hijos corrieran y jugaran con otros niños en los toboganes y columpios, mientras comentaba con mi esposa el contraste de mis recuerdos y mi decepción. De pronto se acercó una gitana, gorda, vieja y cara de bruja, ofreciéndose leernos la suerte escrita en las líneas de las palmas de nuestras manos, no le presté mucha atención porque no creo en esas cosas, pero acepté sólo para colaborar con ella. Primero fue mi esposa la que escuchó las consabidas extravagancias de la gitana con respecto al amor, la salud y el dinero. Luego fue mi turno y la gitana tomó mi mano suavemente, entonces vi sus largas uñas pintadas con el exquisito arte que sólo ellas dominan.
“Te vas a California!!!” Me dijo la gitana directamente y sin preámbulos.
Mi asombro hizo que la mirara al rostro, entonces creí reconocer los rasgos de la mujer de gitano viejo que conocí hacía un montón de años atrás. Ella también me miró y cuando nuestras miradas coincidieron, ambos, ella y yo sentimos una descarga eléctrica que recorrió nuestros cuerpos e hizo que ella soltara mi mano, se levantara rápidamente y se marchara.
“Dios mío”, exclamé para mis adentros, y no pude reprimir el gritar su nombre: “Melyssa!!!” para llamarla; sí, era la hija de viejo gitano que conocí en mi niñez.
Mi esposa se dio inmediatamente cuenta de la situación y trató de alcanzarla para pagarle por su servicio, pero Melyssa, sumida en una inmensa vergüenza, sin aceptarlo, huyó llevándose a sus tres niños, descalzos y sucios, que jugaban con los nuestros.
Aun así, hoy en California, me reafirmo en que aquel verano del 62’, mi primer amor, Melyssa, el Camory y La Plaga siguen grabados en mis recuerdos después de casi 45 años… y lo estarán por siempre.


2 comentarios:

un grandino en el exterior dijo...

Buena historia michaelangelo cosas que pasa en la vida,a mi también me trasbordo a mis años de juventud en el Perú un abrazo amigo

Michaelangelo Barnez dijo...

Gracias Grandinio, nos veremos en la reunión de la promo.

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